Por Vivian Martínez
Tabares
Carlos Díaz acaba de ser proclamado Premio Nacional de
Teatro 2015 y, con esa decisión, la escena cubana toda está de fiesta. Por
primera vez un artista de mi generación, que ya no es joven, alcanza este
reconocimiento y el Premio así se crece, porque se sintoniza con la vida
teatral más intensa, real y fructífera, más audaz y creativa de los últimos
años. Y porque representa una acción legítima de jerarquización para un artista
que ha protagonizado por derecho propio el último cuarto de siglo de la escena
nacional, consagrado en alma, cuerpo y mente a su trabajo, al empeño
infatigable de crear y construir lo nuevo. Día tras día, convierte el sudor y
el tesón en belleza, en imágenes audaces, en exultación del mejor choteo
cubano, en gesto de libertad suprema y catarsis colectiva.
Porque qué son, si no, una tras otra, las numerosas escalas
de creación por las que ha transitado este hombre de teatro tenaz y laborioso,
este paciente artesano, hoy con más de cuarenta montajes al frente del Teatro
El Público, que creó a su imagen y semejanza un día ya lejano de 1989 y desde
donde ha formado a varias promociones de actrices y actores, como guía seductor
y cariñoso colega, siempre generoso y rebosante de entusiasmo.
Cuando Carlos Díaz emprendió su primera creación dentro del
teatro profesional, la ya legendaria trilogía de teatro estadounidense, venía
de persistentes empeños con Teatro Ensayo en su pueblo natal de Bejucal, antes
y durante los estudios de Teatrología y Dramaturgia en el ISA, luego fue
asistente y mil cosas más con Roberto Blanco en Teatro Irrumpe y en el Ballet
Teatro de La Habana y colaborador de Danza Contemporánea de Cuba y DanzAbierta.
Con la tríada de espectáculos a partir de Té
y simpatía, Zoológico de cristal
y Un tranvía llamado Deseo, develó
tabúes y se rió, a carcajada limpia, de prácticas anquilosadas por la
repetición vacua, y nos hizo reírnos con él y sacudir banderitas al aire en
complicidad inusitada. Desde la Sala Covarrubias exaltó la belleza de los
cuerpos, muchas veces desnudos, e integró actores de diversas generaciones y
trayectorias para demostrar cómo era posible descubrir algo nuevo, provocativo
y subyugante.
De Bejucal traía el bacilo del oficio junto con el desenfado
fiestero de las Charangas, los destellos de oropel y el auténtico sabor popular.
De las aulas del ISA y las clases de Rine Leal se inspiró para reeditar su
propia rumba final para toda la compañía y para hurgar en la tradición y en sus
iconos, para venerarlos a su manera, con citas y recreaciones en las que no ha
faltado la parodia. La mezcla barroca se integró en sus manos con una
impresionante galería de autores universales y de la Isla: Williams, Anderson, Genet,
Shakespeare, Lorca, Chejov, Camus, Sastre, Giroudoux, Pirandello, Miller, Sartre,
Fernando de Rojas, Racine, Fassbinder, Loher, Mrozek, Schnitzler, Nilo Cruz, y
Virgilio Piñera, Abilio Estévez, Senel Paz, Adolfo Llauradó, Rogelio Orizondo, Héctor
Quintero, o la explosiva fusión que puede resultar de combinar el poema “La
isla en peso”, una banda sonora plena del filin de Elena Burke y la danza
experimental, como hizo en las dos versiones de María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por todos partes,
un montaje que algún día debiera rescatar. Al final, en la escena todos son
Carlos Díaz.
Y como él es pícaro y juguetón, y sabe bien lo que se trae
entre manos cuando insiste en que “hay que cuidar el teatro” --como me repitió
en una entrevista--, no dudo que hasta se ha empeñado en algunos desafíos
irónicos, para demostrar cómo puede valerse de un autor y de una obra
imperfecta o en apariencia ajena a sus intereses o a sus elecciones poéticas, y
transformarla en objeto de culto o en éxito rotundo.
Siempre que traspongo el portal del palacio en el que Carlos
Díaz reina, lo hago con una energía especial, con cierto salto en el estómago,
con la inquieta ansiedad de que sé que pronto encontraré algo que alimente mi
espíritu y que me sacuda las entrañas. Jamás he encontrado la sala vacía, y aunque
en el Trianón siempre podemos intercambiar muchos colegas del oficio, también
es común descubrir otros rostros, que llegan atraídos por el enorme cartel de
la entrada o movilizados por el rumor que atraviesa boca a boca la ciudad
comentando lo que está pasando ahí dentro. Jamás he salido indiferente de la
sede del Teatro El Público, con independencia de que me haya gustado más o
menos una propuesta. En Carlos, brillante director y dramaturgo de la escena, el
resultado del trabajo esforzado se alía con el talento artístico y con el refinado
gusto que ha ido educando en cada nuevo proceso de montaje. A partir de esa
alquimia, sabe sacar lo mejor de cada artista y marcar con su sello cada
elemento de la escena.
No pocas veces a la salida del Trianón me llevo conmigo
emociones e imágenes perdurables, pasajes y situaciones que se quedan en la
retina o se graban más adentro, en la memoria, y voy urdiendo un discurso
reflexivo que no puede esperar para luego desde una urgente necesidad de
comunicación. Porque la de Carlos es una creación que estimula el juicio,
desata las palabras y sirve al ejercicio crítico como referente ineludible y
reto a la expresión personal. Pero además nos obliga a repasar el pasado y
volver a las fuentes, pues le encanta tomar de aquí y de allá en cumplida deuda
con la tradición, y sublimarla a la vez que subvertirla. De ahí el ejercicio
teatral y conceptual que entretiene y divierte a simple vista, pero que también
insta al análisis crítico. Gracias a esos impulsos, acumulo con orgullo cuartillas
en las que he pensado muchas de sus propuestas.
Por esos brillantes discursos ha merecido más de una docena
de Premios Villanueva a los mejores espectáculos estrenados en el año, y otros
tantos galardones en distintas lides. Por ese rigor es solicitado por
instituciones y estudiantes a título individual –y una puesta en escena tan
meritoria como Antigonón, un contingente
épico fue nada menos que el fruto de un reclamo de esa naturaleza--, para
que conduzca espectáculos de graduación o integre tribunales evaluativos.
Porque cada maestro o alumno de teatro sabe que sea cual fuere el origen del
trabajo, lo acogerá con el mismo entusiasmo y entrega.
Ahora mismo están en cartelera Los cuentos del Decamerón, y nos sorprende el desempeño integral de
jóvenes recién egresados de la Escuela Nacional de Teatro, que actúan, cantan y
bailan a la par que los artistas experimentados.
Son muchos los actores, consagrados y nuevos, y los creadores
de todas las disciplinas de la escena, que Carlos consigue nuclear a su
alrededor con seducción innata. Y ¿qué artista cubano al que aún no le ha
tocado, no daría cualquier cosa por trabajar con él?
Carlos no desmaya… ni apenas descansa. No ha sido fruto de
la casualidad que cuatro puestas suyas hayan coincidido en el tiempo, en
derroche simultáneo al ocupar varios espacios de la calle Línea, ruta crítica y
testigo de excepción de sus aventuras. Qué notable ejemplo para quienes se
quejan de lo que les falta, languidecen de ocio o se repiten mordiéndose la
cola.
Ahora mismo, este Premio tan merecido lo ha sorprendido aún
metido en el fragor de su más reciente puesta: Joséphine,
cérémonie pour actrices desespérées, de Abilio Estévez, estrenada
hace tres días en el Théâtre de la
Parfumerie, de Ginebra, por dos actrices cubanas residentes en Suiza.
Los premios son caricia y espuela. Este podrían merecerlo
muchos teatristas, y los hay que hace años debieron tenerlo –pienso en Herminia
Sánchez, Xiomara Palacio o Armando Morales--. Pero cuando los miembros del
jurado: Verónica Lynn, Carlos Pérez Peña, Juan Piñera, René Fernández Santana y
Osvaldo Doimeadiós se decidieron por Carlos Díaz, votaron por el presente y por
el futuro del teatro.
Por eso me regocija tanto este homenaje. Por eso también,
tan pronto Carlos regrese, le miraré a la cara para descubrir el brillo de sus
ojos y, cuando le pregunté cómo se siente, de seguro hablará de su próximo
montaje.
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