martes, 13 de enero de 2015

Carlos Díaz, un premio para El Público

Por Norge Espinosa Mendoza
Tomado de www.cubacontemporanea.com

El verano teatral de 1990 regaló a los espectadores habaneros una auténtica revelación. Muchos de los que acudieron a la sala Covarrubias del Teatro Nacional en aquellas jornadas recuerdan la atmósfera y la sorpresa de lo que allí se anunciaba. No una, sino tres puestas, mantuvieron ese impacto en aquella temporada, reclamando al público regresar a dicho espacio, para seguir deslumbrándose, discutiendo y profetizando acerca del destino del director que allí los convocaba.

El fenómeno era, claro, la Trilogía de Teatro Norteamericano que Carlos Díaz estaba empleando como debut formidable en nuestro medio cultural. La Habana letrada se mezcló con esos espectadores, y desde aquel momento quedó plantada una tradición que aún hoy, a más de 20 años, se mantiene: la expectativa intensa que cada estreno de este creador logra despertar desde entonces.


Zoológico de cristalTé y simpatía y Un tranvía llamado deseo eran el origen de esa provocación. Relectura posmoderna, agresiva y seductora de tres textos esenciales de la dramaturgia estadounidense que La Habana había aplaudido entre las décadas del 40 y el 50, y que desde la pantalla del cine regresaban como obsesiones más allá de aquellas puestas cubanas. El fantasma de Tennessee Williams, que nos visitara con cierta frecuencia, retornaba a esta capital; que tuvo también dos puestas simultáneas de la obra de Robert Anderson, quien se añadía a este conjunto transgresor.

Una banda sonora llena de nostalgia, parodia y reminiscencias poderosas, debida a Juan Piñera; un concepto de vestuario en el que Vladimir Cuenca mezclaba high fashion e hiperteatralidad al tiempo que dejaba ver los cuerpos desnudos de actores y actrices sin recato, eran algunos de los elementos más sugestivos de aquella trinidad. Y en el centro de todo esto, la voluntad desacralizadora de un director que había esperado su momento. Y que finalmente lo tenía, no solo para su gusto personal, sino para repartirlo entre aquella muchedumbre que iba una y otra vez a ser cómplice de tanta transgresión.

Es a partir de ahí que Carlos Díaz desata una trayectoria que hoy nos lleva a reconocerlo como el nombre imprescindible e incómodo del teatro cubano contemporáneo. Cuando logra fundar en 1992 Teatro El Público, rinde tributo desde ese nombre a la pieza de Lorca que soñaba estrenar, pero también a sus fieles, esos rostros anónimos que desde el lunetario sostenían nada pasivamente su anhelo de provocación.
Nacido en Bejucal, influido por el sentido de festejo popular de esa localidad, tuvo al teatro como un gesto siempre cercano. En el Instituto Superior de Arte estudió Teatrología y se graduó con una tesis sobre Abelardo Estorino, otro nombre en su lista de obsesiones. Roberto Blanco lo tuvo como asistente de dirección, como dramaturgista y diseñador, hasta que el talento del alumno se desbordó y le hizo abandonar Teatro Irrumpe.

El golpe devino acto de liberación, y Pedro Rentería, director en ese momento del Teatro Nacional de Cuba, lo invitó a lanzarse en un acto mayor. No una puesta, le dijo Carlos, sino tres. Y así vinieron las largas jornadas de ensayo, que terminaban en la madrugada, y la idea enloquecida y fabulosa de hilvanar tres espectáculos sobre esos títulos que hacía mucho no se veían en las tablas de nuestro país.

Las criadasNiñita queridaEl públicoCalígulaEscuadra hacia la muerte,María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por todas partesLa CelestinaÍcarosSanta CeciliaLa puta respetuosaLas relaciones de Clara, ¡Ay, mi amor!, Las amargas lágrimas de Petra von KantAnna y Martha,Sueño de una noche de veranoNoche de reyesGotas de agua sobre piedras calientes…, son solo páginas de un álbum mayor, que mezcla éxitos, hallazgos, tropiezos, alegrías, disgustos, polémicas: la hoja de vida de un grupo que se entienda como acto vivo.

En todas esas puestas Carlos Díaz ha trabajado con actores de formaciones y generaciones diversas, ha experimentado en muchas de ellas con la danza, ha reclamado a compositores de valía y a nombres de nuestra plástica.

Mónica Guffanti, Carlos Acosta, Jorge Perugorría, María Elena Diardes, Fernando Hechavarría, Héctor Noas, Broselianda Hernández, Sandra Ramy, Yailene Sierra, Ismercy Salomón, Xenia Cruz, Susana Pérez, Paula Alí, Mayra Mazorra, Waldo Franco, Mijail Mulkay, Léster Martínez, Alexis Díaz de Villegas, Georbis Martínez, Mabel Roch, Lillian Rentería, Carlos Caballero, Héctor Medina, Yanier Palmero… son solo algunos de los intérpretes en los que ha confiado Carlos Díaz a través de puestas diversas, que yendo al barroquismo de sus primeros momentos, o pasando por la cámara negra y el pequeño formato, demuestran que su sello no es cuestión de dimensiones, sino de intensidad, de mirada aguda y frontal hacia el personaje y sus espectadores.

Teatro El Público es esa caja de espejos en la cual el cuerpo y la verdad siguen siendo interrogadas, desde una escala donde el dolor de ese gesto es también placer, y donde la memoria nacional se vuelve espectáculo que relee otras culturas, otras voluntades de la Nación y sus vibraciones, como demostró ese acto de juventud estética que ha representado Antigonón, un contingente épico, sobre texto de Rogelio Orizondo.

Valga un punto aparte para hablar de la relación de Carlos Díaz con Osvaldo Doimeadiós: un dúo de comunicación excepcional, que se reta mutuamente, y nos ha dejado verlos en ese diálogo prodigioso en el que cada uno extrae lo más brillante e insólito de sus caracteres para siempre deslumbrarnos.

Los más de 20 años de Teatro El Público, con Carlos Díaz a la cabeza, son más que una fecha en el calendario. Cuerpos, deseos, posesiones, pérdidas, diálogos inteligentes, color restallante y parodia, drama y alta teatralidad, se mezclan en esas décadas, en esos espectáculos, como una voluntad que no se ha dormido en premios ni en el olvido a la hora de los mismos. Con tenacidad, con perseverancia, ha soslayado falsas acusaciones de provocador, para saber que en el teatro hay un lenguaje autónomo, al que nadie ha de arrebatar el derecho de expresarse alto y claro, por complejo que sea lo que el estreno aborda.

En el teatro, Carlos Díaz ha levantado su casa. Ha encontrado una familia que multiplica a la de Bejucal, y donde siempre hay recién llegados a los que envuelve en su sed incansable de trabajo. No se detiene, ya piensa en otras puestas. Y es capaz de convencer a sus colaboradores más fieles, si lo sabré yo, a proyectos que a otros parecerían irrealizables.

A su manera, rinde tributo a los grandes nombres de la escena y la cultura nacional. Lo tengo cerca de mí, como su asesor desde hace ya casi quince años, para molestarlo, quererlo, regañarlo cuando fuma demasiado, y espolearlo para que no le falten ganas de hacer. Aunque reconozco que en eso último no tengo que empeñarme mucho: trabaja tanto que a ratos abusa de sí. Pero ya sé que no puede evitarlo. Desde ese afán nos ha hecho, lo digo, sus cómplices, y nos invita a regresar al Trianón, su cuartel de mando, para subirnos a la pasarela de ese tablado y hacernos bailar una rumba en tiempo de mascarada.

Su quehacer llena un espacio imprescindible que dialoga felizmente con el desempeño de otros directores y colectivos, es el complemento de estremecimiento y color que redondea y hace parecer más diáfana nuestra idea del teatro, en contraste provechoso con el devenir de otras figuras aún en activo. Y con aquellas que van llegando, y se saben invitadas a ese reto.
Ahora mismo, acaba de estrenar Josefina la Viajera, en Ginebra. Sobre el texto de Abilio Estévez que ya dirigiera en Cuba con Doimeadiós, ha imaginado otra vuelta de tuerca. En una foto que encuentro en Facebook, Abilio y Carlos miran a la cámara. No me alcanza este espacio para manifestar aquí cuánto los quiero y los admiro, cuánto de la idea del teatro que me obsesiona en Cuba tiene que ver con ellos dos, que me acercan a Roberto Blanco, a Francisco Morín, y a Virgilio Piñera en tantas formas.

Los declaro culpables de este delirio que puede ser, incluso, dejarnos llevar por el Premio Nacional de Teatro que se le acaba de entregar a Carlos Díaz, en este 2015 en el que empieza a tener una edad respetable. Lo digo porque sé que volverá a sentarse ante su mesa de dirección, para demostrar que no ha envejecido. Para provocarnos otra vez, con la fe de siempre, con el arrojo que lo identifica, con la pregunta sabrosa y explosiva en los labios, para que luego todo se contamine de teatro.

Todo lo que él toca, se vuelve teatro. Cuando le aplaudimos, caemos bajo ese conjuro. Mago, hechicero, brujo, director, Carlos Díaz se inventó ese cardinal polémico en la escena y la cultura cubana que es ya Teatro El Público. La larga fila de espectadores que cada fin de semana crece ante sus puertas, nos dice que su locura tiene un mayor sentido. Que este Premio que lo reconoce como el gran artista que nos ha dado tanto, es para él como para su público, sin el cual otras cosas no serían así.

No he vivido nunca las Charangas de Bejucal, y sé que tal cosa me la debo. Pero tengo a mi favor el decir que cada vez que entro con Carlos Díaz a un ensayo, de alguna manera estoy viviendo ese festejo. Que suenen los tambores de su pueblo para celebrarlo, para que lo veamos colgar, como ya hizo alguna vez, una filigrana de globos de colores a lo largo de su calle Línea. Estamos todos invitados a su fiesta.


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