Por Norge Espinosa Mendoza
Tomado de www.cubacontemporanea.com
El verano teatral de 1990 regaló a los espectadores habaneros una auténtica revelación. Muchos de los que acudieron a la sala Covarrubias del Teatro Nacional en aquellas jornadas recuerdan la atmósfera y la sorpresa de lo que allí se anunciaba. No una, sino tres puestas, mantuvieron ese impacto en aquella temporada, reclamando al público regresar a dicho espacio, para seguir deslumbrándose, discutiendo y profetizando acerca del destino del director que allí los convocaba.
El fenómeno era, claro, la Trilogía de Teatro Norteamericano que Carlos Díaz estaba empleando como debut formidable en nuestro medio cultural. La Habana letrada se mezcló con esos espectadores, y desde aquel momento quedó plantada una tradición que aún hoy, a más de 20 años, se mantiene: la expectativa intensa que cada estreno de este creador logra despertar desde entonces.
Zoológico de cristal, Té
y simpatía y Un tranvía llamado deseo eran el origen
de esa provocación. Relectura posmoderna, agresiva y seductora de tres textos
esenciales de la dramaturgia estadounidense que La Habana había aplaudido entre
las décadas del 40 y el 50, y que desde la pantalla del cine regresaban como
obsesiones más allá de aquellas puestas cubanas. El fantasma de Tennessee Williams,
que nos visitara con cierta frecuencia, retornaba a esta capital; que tuvo
también dos puestas simultáneas de la obra de Robert Anderson, quien se añadía
a este conjunto transgresor.
Una banda sonora llena de nostalgia, parodia y
reminiscencias poderosas, debida a Juan Piñera; un concepto de vestuario en el
que Vladimir Cuenca mezclaba high fashion e hiperteatralidad
al tiempo que dejaba ver los cuerpos desnudos de actores y actrices sin recato,
eran algunos de los elementos más sugestivos de aquella trinidad. Y en el
centro de todo esto, la voluntad desacralizadora de un director que había
esperado su momento. Y que finalmente lo tenía, no solo para su gusto personal,
sino para repartirlo entre aquella muchedumbre que iba una y otra vez a ser
cómplice de tanta transgresión.
Es a partir de ahí que Carlos
Díaz desata una trayectoria que hoy nos lleva a reconocerlo como el nombre
imprescindible e incómodo del teatro cubano contemporáneo. Cuando logra fundar
en 1992 Teatro El Público, rinde tributo desde ese nombre a la pieza de Lorca
que soñaba estrenar, pero también a sus fieles, esos rostros anónimos que desde
el lunetario sostenían nada pasivamente su anhelo de provocación.
Nacido en Bejucal, influido por el sentido de festejo
popular de esa localidad, tuvo al teatro como un gesto siempre cercano. En el
Instituto Superior de Arte estudió Teatrología y se graduó con una tesis sobre
Abelardo Estorino, otro nombre en su lista de obsesiones. Roberto Blanco lo
tuvo como asistente de dirección, como dramaturgista y diseñador, hasta que el
talento del alumno se desbordó y le hizo abandonar Teatro Irrumpe.
El golpe devino acto de
liberación, y Pedro Rentería, director en ese momento del Teatro Nacional de
Cuba, lo invitó a lanzarse en un acto mayor. No una puesta, le dijo Carlos,
sino tres. Y así vinieron las largas jornadas de ensayo, que terminaban en la
madrugada, y la idea enloquecida y fabulosa de hilvanar tres espectáculos sobre
esos títulos que hacía mucho no se veían en las tablas de nuestro país.
Las criadas, Niñita
querida, El público, Calígula, Escuadra
hacia la muerte,María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por
todas partes, La Celestina, Ícaros, Santa
Cecilia, La puta respetuosa, Las relaciones de Clara,
¡Ay, mi amor!, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Anna
y Martha,Sueño de una noche de verano, Noche de reyes, Gotas
de agua sobre piedras calientes…, son solo páginas de un álbum mayor, que
mezcla éxitos, hallazgos, tropiezos, alegrías, disgustos, polémicas: la hoja de
vida de un grupo que se entienda como acto vivo.
En todas esas puestas Carlos
Díaz ha trabajado con actores de formaciones y generaciones diversas, ha
experimentado en muchas de ellas con la danza, ha reclamado a compositores de
valía y a nombres de nuestra plástica.
Mónica Guffanti, Carlos Acosta, Jorge Perugorría, María
Elena Diardes, Fernando Hechavarría, Héctor Noas, Broselianda Hernández, Sandra
Ramy, Yailene Sierra, Ismercy Salomón, Xenia Cruz, Susana Pérez, Paula Alí,
Mayra Mazorra, Waldo Franco, Mijail Mulkay, Léster Martínez, Alexis Díaz de
Villegas, Georbis Martínez, Mabel Roch, Lillian Rentería, Carlos Caballero,
Héctor Medina, Yanier Palmero… son solo algunos de los intérpretes en los que
ha confiado Carlos Díaz a través de puestas diversas, que yendo al barroquismo
de sus primeros momentos, o pasando por la cámara negra y el pequeño formato,
demuestran que su sello no es cuestión de dimensiones, sino de intensidad, de
mirada aguda y frontal hacia el personaje y sus espectadores.
Teatro El Público es esa caja
de espejos en la cual el cuerpo y la verdad siguen siendo interrogadas, desde
una escala donde el dolor de ese gesto es también placer, y donde la memoria
nacional se vuelve espectáculo que relee otras culturas, otras voluntades de la
Nación y sus vibraciones, como demostró ese acto de juventud estética que ha
representado Antigonón, un contingente épico, sobre texto de
Rogelio Orizondo.
Valga un punto aparte para
hablar de la relación de Carlos Díaz con Osvaldo Doimeadiós: un dúo de
comunicación excepcional, que se reta mutuamente, y nos ha dejado verlos en ese
diálogo prodigioso en el que cada uno extrae lo más brillante e insólito de sus
caracteres para siempre deslumbrarnos.
Los más de 20 años de Teatro El Público, con Carlos Díaz a
la cabeza, son más que una fecha en el calendario. Cuerpos, deseos, posesiones,
pérdidas, diálogos inteligentes, color restallante y parodia, drama y alta
teatralidad, se mezclan en esas décadas, en esos espectáculos, como una
voluntad que no se ha dormido en premios ni en el olvido a la hora de los
mismos. Con tenacidad, con perseverancia, ha soslayado falsas acusaciones de
provocador, para saber que en el teatro hay un lenguaje autónomo, al que nadie
ha de arrebatar el derecho de expresarse alto y claro, por complejo que sea lo
que el estreno aborda.
En el teatro, Carlos Díaz ha
levantado su casa. Ha encontrado una familia que multiplica a la de Bejucal, y
donde siempre hay recién llegados a los que envuelve en su sed incansable de
trabajo. No se detiene, ya piensa en otras puestas. Y es capaz de convencer a
sus colaboradores más fieles, si lo sabré yo, a proyectos que a otros
parecerían irrealizables.
A su manera, rinde tributo a
los grandes nombres de la escena y la cultura nacional. Lo tengo cerca de mí,
como su asesor desde hace ya casi quince años, para molestarlo, quererlo,
regañarlo cuando fuma demasiado, y espolearlo para que no le falten ganas de
hacer. Aunque reconozco que en eso último no tengo que empeñarme mucho: trabaja
tanto que a ratos abusa de sí. Pero ya sé que no puede evitarlo. Desde ese afán
nos ha hecho, lo digo, sus cómplices, y nos invita a regresar al Trianón, su
cuartel de mando, para subirnos a la pasarela de ese tablado y hacernos bailar
una rumba en tiempo de mascarada.
Su quehacer llena un espacio
imprescindible que dialoga felizmente con el desempeño de otros directores y
colectivos, es el complemento de estremecimiento y color que redondea y hace
parecer más diáfana nuestra idea del teatro, en contraste provechoso con el
devenir de otras figuras aún en activo. Y con aquellas que van llegando, y se
saben invitadas a ese reto.
Ahora mismo, acaba de estrenar Josefina la Viajera,
en Ginebra. Sobre el texto de Abilio Estévez que ya dirigiera en Cuba con
Doimeadiós, ha imaginado otra vuelta de tuerca. En una foto que encuentro en
Facebook, Abilio y Carlos miran a la cámara. No me alcanza este espacio para
manifestar aquí cuánto los quiero y los admiro, cuánto de la idea del teatro
que me obsesiona en Cuba tiene que ver con ellos dos, que me acercan a Roberto
Blanco, a Francisco Morín, y a Virgilio Piñera en tantas formas.
Los declaro culpables de este delirio que puede ser,
incluso, dejarnos llevar por el Premio Nacional de Teatro que se le acaba de
entregar a Carlos Díaz, en este 2015 en el que empieza a tener una edad
respetable. Lo digo porque sé que volverá a sentarse ante su mesa de dirección,
para demostrar que no ha envejecido. Para provocarnos otra vez, con la fe de
siempre, con el arrojo que lo identifica, con la pregunta sabrosa y explosiva
en los labios, para que luego todo se contamine de teatro.
Todo lo que él toca, se vuelve teatro. Cuando le aplaudimos,
caemos bajo ese conjuro. Mago, hechicero, brujo, director, Carlos Díaz se
inventó ese cardinal polémico en la escena y la cultura cubana que es ya Teatro
El Público. La larga fila de espectadores que cada fin de semana crece ante sus
puertas, nos dice que su locura tiene un mayor sentido. Que este Premio que lo
reconoce como el gran artista que nos ha dado tanto, es para él como para su
público, sin el cual otras cosas no serían así.
No he vivido nunca las Charangas de Bejucal, y sé que tal
cosa me la debo. Pero tengo a mi favor el decir que cada vez que entro con
Carlos Díaz a un ensayo, de alguna manera estoy viviendo ese festejo. Que
suenen los tambores de su pueblo para celebrarlo, para que lo veamos colgar,
como ya hizo alguna vez, una filigrana de globos de colores a lo largo de su calle
Línea. Estamos todos invitados a su fiesta.