Por Rosa Ileana Boudet
Tomado de rosaile.blogspot.com
Dramaturgia cubana contemporánea. Antología,
compilación y prólogo de Ernesto Fundora para la editorial mexicana Paso
de Gato (2015), reúne diez obras escritas en los últimos quince años y
contiene datos relevantes sobre la creación de las piezas y los autores y
un sustentado análisis de cada obra. La nota del catálogo la
presenta así: “Entre la diáspora y la permanencia que dibujan un contorno
imaginario de la isla, las diez obras aquí reunidas presentan enfoques
distintos de la “cubanidad” contemporánea. Para su compilador, la muestra
recorre, “desde el texto teatral, el rostro críptico y multiforme de la
dramaturgia cubana de los últimos quince años”, ese que no se ciñe a límites
geográficos porque se constituye “más allá de competitividades estéticas o
jurisdicciones nacionales”. Amado del Pino, Nilo Cruz, Nara Mansur, Norge
Espinosa, Ulises Rodríguez Febles, Abel González Melo, Reinaldo Montero,
Salvador Lemis, Raúl Alfonso y Yerandy Fleites Pérez componen un arco de piezas
estrenadas y/o escritas en un periodo corto pero pródigo en creatividad, sobre
todo, de la generación nacida entre los 70 y los 80. Desde luego, una sola
antología no puede responder en qué consiste la cubanidad ni qué
autor se libra de la jurisdicción nacional. La iniciativa más perdurable
desde que Emilio Carballido en Tramoya, publicara obras
cubanas importantes (de José Triana a Tomás González y Abilio Estévez).
Fundora insiste –sigue a Lillian Manzor y Ana M. López que lo aplicó al cine– en el concepto de la “gran Cuba”, la isla fuera de sus límites geográficos, abarcadora de su diáspora, que aquí funciona más como etiqueta que como calado teórico, ya que a la aceptación de este marco conceptual debemos que varias antologías incluyan a los exiliados o emigrados, como en el 92 la de Espinosa Domínguez y Pérez Coterillo. En buena parte, porque como Fundora explica, seis de los diez dramaturgos de esta selección residen en otro lugar, como al ver la luz Morir del texto (1995) cuatro de los diez autores, ya vivían en otro sitio (Carmen Duarte, en Estados Unidos, Ricardo Muñoz en Colombia, Victor Varela en Argentina o Joel Cano en Francia) sólo que entonces no era natural, sino traumático. Pero veinte años después, algunos residen en Madrid pero mantienen sus columnas periodísticas o sus aulas en La Habana y alternan vida y obra entre los lugares que han elegido para vivir y su país natal. Quizás esa internacionalización renueva el interés por el teatro cubano, ya que las últimas antologías parecidas datan del siglo pasado: España (1992) y Alemania (1998). Autores como Cano, Varela, Duarte, Alfonso y Lemis operaron a medias en la escena de su país y hay muchísimos que no lo hicieron nunca.
Artistas para la patria, oí decir a Fidel Castro cuando la preocupada directora de una agrupación musical, contó en una asamblea de artistas, cómo tenía que renovar su repertorio continuamente pues las intérpretes se le «quedaban» en las giras. Sin saber qué decirle, contestó que se debían formar artistas para la humanidad. Ahora no parece interesar dónde vive el escritor, sino desde dónde coloca su perspectiva de dramaturgo.
Esta antología es muy reveladora de esa tensión, ya que mientras hay piezas de la tierra, deudoras enriquecidas de la tradición, aunque «retadoras» del realismo, sobre los ambientes marginales de los noventa o sobre la isla escondida, en clave o a través de la subjetividad, resaltan las situadas fuera del contexto delimitado por los marcos estrictos de la nacionalidad–asociada a menudo con tópicos y falsedades– que eligen operar y proceder en el más profundo e inasible del lenguaje.
La diáspora, representada por Ana en el trópico,
de Nilo Cruz, presenta una isla soñada desde una tabaquería en Ybor
City, en 1929, en Tampa, cuando al descorrerse el telón, tres
mujeres esperan un vapor de Cuba, y tres hombres apuestan a los gallos.
Llega Juan Julián para cambiar el destino de los obreros cuando decide leerles Ana
Karenina. El conflicto se manifiesta no sólo entre los partidarios
del mítico lector y sus detractores, sino entre la chata aceptación de lo
que somos y las ilusiones posibles, máquina y artesanía, progreso y
deterioro, necesidad del arte y adocenamiento. Desde el punto de vista de su
estética, narra a través de veladuras, exóticos olores y perfumes de
sabor “tropical” y una otredad, muy del gusto del público norteamericano
que ha visto la isla como un paraíso prohibido de seducción y magia. Sin
embargo, el teatro “bicultural” de Cruz, requiere ser traducido,
(la leí después de verla representada en California, por la traducción de
trabajo de Alberto Sarraín, la de ahora es de Nacho Artime y el propio
Cruz), mediación de la que nadie se asombra, como si fuese natural de esta
cubanidad, escribir en una lengua y requerir para ser representado o
conocido, ser traducido a otra. La lengua literaria, en muchos casos, dejó de
ser el español.
La idea de no pertenecer a un límite o frontera rebasa el concepto de la gran Cuba. La mitad de los incluidos huye de la excesiva dependencia del contexto, el marco realista, el apego a un aquí y ahora estrechos, por el que se acusó al teatro cubano de localismo –hasta la puesta mexicana de Aire frío, de Virgilio Piñera se consideró en los ochenta un aburrido melodrama– para situarse fuera de los márgenes de la contingencia, en el plano de la memoria cultural (Liz, de Reinaldo Montero, El pie de Niyinski, de Raúl Alfonso) o la reescritura de los clásicos (Icaros, de Norge Espinosa e Ifigenia, de Yerandy Fleites).
Un conjunto que presenta la isla a través de espacios o fragmentos,
y se ubica en Santiago de Chile y La Habana, en Ignacio y María,
de Nara Mansur o en Creta, en Ícaros, a los ambientes
maltratados y marginales de Abel González Melo o a la suntuosa y verbal riqueza
de los tiempos de Liz. Santiago de Chile visto con ironía desde La
Habana. Mentora de los novísimos, Mansur destaca por su originalidad al crear
ámbitos de intimidad donde la expresión de lo público y lo privado se convierte
en debate angustioso. Se representa hoy en Buenos Aires como El pie de Niyinski
se estrenó en Madrid, Chamaco, de Abel González Melo, en varias ciudades
del mundo, Huevos, de Ulises Rodríguez Febles y Ana en el trópico,
de Nilo Cruz, en La Habana y en Miami.
Sin entrar a analizar las obras en particular, el conjunto
es algo monocorde. Mientras el lenguaje es apabullante y magnífico, desde la
exploración hasta la saciedad del vaivén, el «bamboleo» de la tragicidad
al cinematográfico y cortante de La cebra, de Salvador Lemis,
prima una condición monologante: los personajes, aunque pertenecientes a un
conjunto, se expresan como el que quiere ser oído por un altavoz, orgulloso de
la belleza o enjundia de sus palabras. Alguien rastreará alguna vez la
influencia del discurso político sobre la dramaturgia de estos años. No sólo la
familia no puede dialogar. La incapacidad se instala en la entraña del
diálogo, que no requiere de la réplica o no la busca. No quieren oír a
los demás sino a sí mismos.
Salvo la ironía rompedora de Ignacio y María,
burlándose del kitch, la fraseología política y el teatro sicológico,
pareciera desterrado el humor, suplantado por la gravedad de la cátedra. Desde
luego hay una gran distancia entre las piezas probadas por sus varios montajes
y las que apenas han salido del libreto.
La lengua reina cual minotauro. ¿Es una respuesta a una
escena por muchos años disminuida como literatura o una reacción a otra
zona de escritura no representada en la antología? Una selección es una
selección. Y esta tiene sobrados valores para interesar al lector y a los directores.
El tiempo dirá.
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