miércoles, 8 de julio de 2015

Diez obras: el contorno imaginario de la isla



Por Rosa Ileana Boudet

Dramaturgia cubana contemporánea. Antología, compilación y prólogo de Ernesto Fundora  para la editorial mexicana Paso de Gato (2015), reúne diez obras escritas en los últimos quince años y contiene  datos relevantes sobre la creación de las piezas y los autores y un sustentado análisis de cada obra. La  nota del catálogo la  presenta así:  “Entre la diáspora y la permanencia que dibujan un contorno imaginario de la isla, las diez obras aquí reunidas presentan enfoques distintos de la “cubanidad” contemporánea. Para su compilador, la  muestra recorre, “desde el texto teatral, el rostro críptico y multiforme de la dramaturgia cubana de los últimos quince años”, ese que no se ciñe a límites geográficos porque se constituye “más allá de competitividades estéticas o jurisdicciones nacionales”.  Amado del Pino, Nilo Cruz, Nara Mansur, Norge Espinosa, Ulises Rodríguez Febles, Abel González Melo, Reinaldo Montero, Salvador Lemis, Raúl Alfonso y Yerandy Fleites Pérez componen un arco de piezas estrenadas y/o escritas en un periodo corto pero pródigo en creatividad, sobre todo, de la generación nacida entre los 70 y los 80. Desde luego, una sola antología no puede  responder en qué  consiste la cubanidad ni qué autor se libra de la jurisdicción nacional.  La iniciativa más perdurable desde que Emilio Carballido en Tramoya, publicara  obras cubanas importantes (de José Triana a Tomás González y Abilio Estévez).


Fundora insiste –sigue a Lillian Manzor y Ana M. López que lo aplicó al cine– en el concepto de la “gran Cuba”, la isla fuera de sus límites geográficos, abarcadora de su diáspora, que aquí funciona más como etiqueta que como calado teórico, ya que a la aceptación de este marco conceptual debemos que varias antologías  incluyan a los exiliados o emigrados, como en el 92 la de Espinosa Domínguez y Pérez Coterillo. En buena parte, porque como Fundora explica, seis de los diez dramaturgos de esta selección residen en otro lugar, como al ver la luz Morir del texto (1995) cuatro de los diez autores, ya vivían en otro sitio (Carmen Duarte, en Estados Unidos, Ricardo Muñoz en Colombia, Victor Varela en Argentina o Joel Cano en Francia) sólo que entonces  no era natural, sino traumático. Pero veinte años después, algunos residen en Madrid pero mantienen sus columnas periodísticas o sus aulas en La Habana y alternan vida y obra entre los lugares que han elegido para vivir y su país natal. Quizás esa internacionalización renueva el interés por el teatro cubano, ya que las últimas antologías parecidas datan del siglo pasado: España (1992) y Alemania (1998). Autores como Cano, Varela, Duarte, Alfonso y Lemis operaron a medias en la escena de su país y hay muchísimos que no lo hicieron nunca.

Artistas para la patria, oí decir a Fidel Castro cuando la preocupada directora  de una agrupación musical, contó en una asamblea de artistas, cómo tenía que renovar su repertorio continuamente pues las intérpretes se le «quedaban» en las giras. Sin saber qué decirle, contestó que se debían formar artistas para la humanidad. Ahora no parece interesar dónde vive el escritor, sino desde dónde coloca su perspectiva  de dramaturgo. 

Esta antología es muy reveladora de esa tensión, ya que mientras hay piezas de la tierra, deudoras enriquecidas de la tradición, aunque  «retadoras» del realismo, sobre los ambientes marginales de los noventa o sobre la isla escondida, en clave o a través de la subjetividad, resaltan las situadas fuera del  contexto delimitado por los marcos estrictos de la nacionalidad–asociada a menudo con tópicos y falsedades– que eligen  operar y proceder en el más profundo e inasible del lenguaje.  


La diáspora, representada por  Ana en el trópico, de Nilo Cruz, presenta una  isla soñada desde una tabaquería en Ybor City,  en 1929, en Tampa, cuando al  descorrerse el telón,  tres mujeres esperan un vapor de Cuba, y  tres hombres apuestan a los gallos. Llega Juan Julián para cambiar el destino de los obreros cuando decide leerles Ana Karenina.  El conflicto se manifiesta no sólo entre los partidarios del mítico lector  y sus detractores, sino entre la chata aceptación de lo que somos y las ilusiones posibles,  máquina y artesanía, progreso y deterioro, necesidad del arte y adocenamiento. Desde el punto de vista de su estética, narra a través de veladuras,  exóticos olores y perfumes de sabor “tropical” y una otredad, muy del gusto del público norteamericano que  ha visto la isla como un paraíso prohibido de seducción y magia. Sin embargo, el teatro “bicultural” de  Cruz,  requiere ser traducido, (la leí después de verla representada en California, por la  traducción de trabajo de Alberto Sarraín, la de ahora es de  Nacho Artime y el propio Cruz), mediación de la que nadie se asombra, como si fuese natural de esta cubanidad, escribir en una lengua y requerir para  ser representado o conocido, ser traducido a otra. La lengua literaria, en muchos casos, dejó de ser el español.

La idea de  no pertenecer a un límite o frontera rebasa el concepto de la gran Cuba. La mitad  de los incluidos huye de la excesiva dependencia del contexto, el marco realista, el apego a un aquí y ahora estrechos, por el que se acusó al teatro cubano de localismo –hasta la puesta mexicana  de Aire frío, de Virgilio Piñera  se consideró en los ochenta un aburrido melodrama–  para situarse fuera de los márgenes de la contingencia, en el plano de la memoria cultural (Liz, de Reinaldo Montero, El pie de Niyinski, de Raúl Alfonso) o la reescritura de los clásicos (Icaros, de Norge Espinosa e Ifigenia, de Yerandy Fleites).


Un conjunto que presenta la isla a través de espacios o fragmentos, y se ubica en  Santiago de Chile y La Habana, en  Ignacio y María, de Nara Mansur o en Creta, en  Ícaros, a los ambientes maltratados y marginales de Abel González Melo o a la suntuosa y verbal riqueza de los tiempos de Liz. Santiago de Chile visto con ironía desde La Habana. Mentora de los novísimos, Mansur destaca por su originalidad al crear ámbitos de intimidad donde la expresión de lo público y lo privado se convierte en debate angustioso. Se representa hoy en Buenos Aires como El pie de Niyinski se estrenó en Madrid, Chamaco, de Abel González Melo, en varias ciudades del mundo, Huevos, de Ulises Rodríguez Febles y Ana en el trópico, de Nilo Cruz, en La Habana y en Miami.

Sin entrar a analizar las obras en particular, el conjunto es algo monocorde. Mientras el lenguaje es apabullante y magnífico, desde la exploración  hasta la saciedad del vaivén, el «bamboleo» de la tragicidad al cinematográfico y cortante de La cebra, de Salvador Lemis prima una condición monologante: los personajes, aunque pertenecientes a un conjunto, se expresan como el que quiere ser oído por un altavoz, orgulloso de la belleza o enjundia de sus palabras. Alguien rastreará alguna vez la influencia del discurso político sobre la dramaturgia de estos años. No sólo la familia no puede dialogar. La incapacidad se instala  en la entraña del diálogo, que no requiere de la réplica o no la busca. No quieren oír  a los demás sino a sí mismos.

Salvo la ironía rompedora de Ignacio y María, burlándose del kitch, la fraseología política y el teatro sicológico, pareciera desterrado el humor, suplantado por la gravedad de la cátedra. Desde luego hay una gran distancia entre las piezas probadas por sus varios montajes y las que apenas han salido del libreto.
La lengua reina cual minotauro. ¿Es una respuesta a una escena por muchos años  disminuida como literatura o una reacción a otra zona de escritura no representada en la antología?  Una selección es una selección. Y esta tiene sobrados valores para interesar al lector y a los directores.   El tiempo dirá.




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