jueves, 25 de junio de 2015

Memoria inquieta, imágenes que vuelven

Por Amado del Pino
Tomado de www.cubacontemporanea.com

Me gusta cuando los amigos me mandan libros. Si uno revisa los afanes literarios de los escritores del siglo XX, la práctica era tal vez más frecuente que ahora. Y no era necesario ni que tuviesen relación personal el remitente y el destinatario.

Hay muchos ejemplos. Por poner uno, la buena fe del entonces joven poeta Nicolás Guillén mandando sus versos a don Miguel de Unamuno. El clásico español leyó, comentó con entusiasmo. Y en las ediciones siguientes de Sóngoro cosongo aparecerían las estimulantes reflexiones que antes habitaron en una carta personal.

A la encantadora colega Adys González de la Rosa le conocía sobre todo como editora. Agradezco a sus ojos y sus manos el primer laboreo con una obra mía después muy publicada: El zapato sucio.

Ahora -con unas líneas que juntaban el entusiasmo y toda la timidez que puede gastarse  conmigo- me hace llegar el libro Osvaldo Dragún, la huella inquieta, editado por el Instituto Nacional de Teatro de Argentina.

Juan José Santillán es coautor del libro y responsable de otros resplandores y certezas en el trabajo y la vida actual de la cubana Adys.

He leído dos veces este texto, ejemplar en cuanto a la conjugación de la memoria personal y la artística. Escribo lo anterior y me siento inexacto. La técnica dramática, la trayectoria como director de escena, gestor y maestro de Dragún no se separan aquí de las relaciones humanas, la sensualidad, la pasión del dramaturgo argentino. El admirable hombre de teatro lo va siendo más en la medida en que uno conoce al Chacho, cercano y palpitante, que fue para sus amigos y colaboradores.

Me percato ahora de lo joven que era el autor de Historias para ser contadas cuando fundó el laboratorio tan  trascendente que fue aquel Seminario de Dramaturgia en La Habana de la arrancada de los sesenta del siglo pasado.

Nunca entablé relación personal con Dragún. El libro me da una pista. El mismo culto por lo vital y el rechazo a la retórica que se gastó el hijo de judíos pobres que hizo del teatro su central utopía, me llevan a veces a preferir la lectura de personas que admiro antes de que a forzar la relación personal.

Sí me llegaron buenas imágenes de su olfato de  colaborador en ficciones ajenas a través de los que fueron sus alumnos en aquel ya mítico Seminario. Sobre todo atesoro el Dragún que admiraba nuestro común amigo José R. Brene, que tenía casi la misma edad de su maestro cuando se bajó de su oficio de marinero para abrazar el arte de las tablas. En el febril trabajo con el profesor y los colegas del  taller, nació una obra de Brene que devendría clásica en la escena cubana: Santa Camila de La Habana Vieja.

Osvaldo Dragún, la huella inquieta abunda -sin abrumar, con amable fluidez- en fotos, documentos, entrevistas, recuerdos. Defiende la memoria de la escena latinoamericana desde uno de sus esenciales protagonistas.

En la zona de los talleres internacionales que organizara el protagonista en La Habana y otras plazas del mundo, se menciona la decisiva labor de la teatróloga  cubana Ileana Diéguez. Recuerdo a  Ileana desde que llegó -unos dos cursos más joven que los de mi grupo- al Instituto Superior de Arte. Nunca se conformó con vencer el programa escolar; estaba en su espíritu el estudiar profundo, emprender, transformar.

Santillán y Adys González de la Rosa terminan su libro ofreciendo dos obras muy poco conocidas del tan estrenado, comentado, citado Osvaldo Dragún. Me parece sabia decisión y completa el sentido de proceso escénico, ensayo por enriquecer, temporada distinta a encarar que inunda estas páginas.

Yo prefiero darle la voz al dramaturgo en una de las precisas pero nada rebuscadas definiciones de su trabajo que anidan en Osvaldo Dragún, la huella inquieta.
Escuchemos a Dragún contestar una pregunta de la también formidable teatrista o teatrera (término que los dos preferirían) de Puerto Rico Rosa Luisa Márquez. Ella le pregunta por la diferencia del hombre de teatro de nuestro continente y el del resto del mundo:
“Pues yo veo una gran diferencia, en el sentido de que el teatrista latinoamericano es un militante cultural y eso lo tiene claro. Es un teatrista que debe fabricar su producto y debe fabricar su público y su lugar de acción”.

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