Por Yuris Norido
Tomado de cubasi.cu
Por
tercer año consecutivo, el Ballet Nacional de Cuba convocó a su Taller
Coreográfico, una de las más interesantes iniciativas de la compañía que
dirige Alicia Alonso. Coreógrafos de disímiles promociones y
procedencias, presentaron creaciones este fin de semana en el capitalino
teatro Martí.
Abrió el programa un ejercicio de evidente vocación neoclásica: Poema,
coreografiado por Eduardo Romero sobre la música de José María Vitier.
Es una pieza prácticamente decorativa, sin búsquedas, sin profundidades,
sin implicaciones de peso. Un jovencísimo cuerpo de baile la asumió sin
penas ni glorias. Quizás faltó compromiso en la ejecución, pero tampoco
había un entramado sugerente. Pareció la propuesta más endeble de la
función.
Diciembre,
del joven coreógrafo de Danza Contemporánea de Cuba Raúl Reinoso,
cuenta con basamentos mucho más sólidos. Se trata de un dúo bien
interpretado por los bailarines Daniela Gómez y Manuel Verdecia, en el
que a todas luces se narra el itinerario de una relación. El
planteamiento de la metáfora es convincente, las secuencias son
incitantes, pletóricas de significaciones más o menos evidentes. Hay que
aplaudir la fluidez de la línea danzada, el talante dramático, el
diálogo de la coreografía con la música de María Teresa Vera. La
atmósfera está bien conseguida, aunque por momentos parecen excesivos
los cambios de luces.
Say Something,
del joven Daniel Rodríguez Rittoles, también se ocupa de una relación
de pareja, marcada por encuentros y desencuentros. Ely Regina y Rafael
Quenedit le otorgaron particular intensidad a una pieza con claras
intenciones narrativas, aunque sin grandes pretensiones metafóricas. Hay
buen gusto, hay vocabulario, hay un interesante trabajo con los planos.
Como en la obra anterior, el tema musical influye tremendamente, no es
puro acompañamiento. Este coreógrafo tiene potencial, hay que estar al
tanto.
Una creadora habitual en estos talleres, Maysabel Pintado, propuso, quizás, la más compleja de las coreografías de la ocasión: Desencuentro,
con música de Denis Peralta interpretada en vivo por la cellista
Lilliam Chacón. Dos solistas en un devenir incierto, sin poder concretar
su unión, entre un cuerpo de baile movido por disímiles impulsos, gente
que por momentos es obstáculo y por momentos puro contexto. Es muy
interesante el planteamiento, que explicita conflictos perfectamente
reconocibles. Plausible también el trabajo al unísono de varios núcleos,
de manera que se multiplica el centro de atención. No está del todo
resuelto el movimiento de la instrumentista por el escenario, introduce
una distracción que la coreografía no logra asimilar aunque lo intente.
Lázaro
Batista, bailarín de Danza Teatro Retazos, parte de una gestualidad
sobria aunque hasta cierto punto rebuscada para ir complejizando su
propuesta, Espacios, que termina por concretar una interacción
no exenta de conflictos entre tres sujetos. El vocabulario rehúye
esteticismos, hace énfasis sobre todo en la capacidad de trasmitir
emociones, de manera destemplada, cortante, ruda. Un ejercicio
interesante para los bailarines, que no suelen asumir piezas de este
estilo.
Por último, una de las más conseguidas coreografías de este taller, Dueto,
de Ely Regina. En anteriores talleres, esta primera solista del Ballet
Nacional ha presentado credenciales con piezas muy bien recibidas por el
público. Ahora presentó un dúo de marcada plasticidad, que contamina la
línea más convencional con movimientos de súbita originalidad, pero que
se insertan perfectamente en la línea danzada. Ely Regina, a todas
luces, es hábil a la hora componer secuencias, pero también tiene noción
de la alternancia de tempos, dominio del espacio escénico, pulso para
consolidar unidades de sentido… aunque el planteamiento sea básicamente
abstracto. Lo he dicho más de una vez: ella hace rato dejó de ser una
promesa. Destacable también el trabajo de los bailarines principales
Dayesi Torriente y Luis Valle, precisos, funcionales, a la altura de
todas las demandas.
El
Taller Coreográfico del Ballet Nacional de Cuba debe seguir haciendo
aportes al repertorio activo de la compañía. Siempre lo decimos: ojalá
que algunas de estas piezas trasciendan esta temporada de estrenos.
Por Frank Padrón
Tomado de www.granma.cu
Tuve la dicha de integrar el jurado que otorgó el premio Uneac de dramaturgia José Antonio Ramos 2014 a la pieza Mecánica,
de Abel González Melo; junto a su colega Ulises Rodríguez Febles y el
director Alfonso Quiñones elegimos entre cinco piezas finalistas esta
que nos pareció la más redonda y motivadora.
Resulta otro goce que a pocos meses de entregar el lauro ya un
grupo en la capital lo haya hecho realidad escénica y no uno
cualquiera sino Argos Teatro, cuya trayectoria avala cualquier montaje y
como si fuera poco se ha “especializado” en la obra de G. Melo con
resultados siempre satisfactorios.
Y la alegría que comienza con el propio autor viéndose representado,
estriba personalmente en el hecho de haber contribuido modestamente a
ello con mi voto, pero también porque el teatro, amén del placer que
reporta leerlo, es sobre todo, para ser visto y oído, “respirado” y
saboreado junto a los actores en escena, algo que Argos Teatro nos ha
permitido en su pequeña y acogedora sede durante todo el mes de julio.
Bajo la dirección de quien lidera ese colectivo, Carlos Celdrán, Mecánica abandona el contexto marginal y sórdido que alimenta piezas anteriores del dramaturgo (además de Chamaco, Nevada, Talco, Adentro…)
para viviseccionar el extremo opuesto: los nuevos ricos que,
instalados en puestos de confianza, la traicionan junto al propio pueblo
y a sus compañeros de trabajo con manejos turbios y mal uso de los
recursos y fondos que tienen en sus manos.
Sin embargo, los intereses éticos, ontológicos y sociales del autor
son los mismos: calar hondo en el ser humano, sus contradicciones,
errores, dudas y conflictos, siempre en relación con el hábitat donde
se desarrolla y confluye. Abel es como un biólogo paciente y riguroso
que explora las reacciones de seres que pudieran ser insectos si no
tuvieran la inteligencia superior, y también, con frecuencia, la
capacidad para torcer el rumbo natural de las cosas a su beneficio y en
contra de los otros, de sufrir y propiciar sufrimiento debido a sus
acciones, que los vuelve mucho más peligrosos que los más dañinos
miembros del reino animal.
Mecánica habla, reflexiona e invita a hacerlo sobre
todo esto pero en el aquí y el ahora, de modo que, sin perder su
ostensible propuesta universalista nos está advirtiendo y comentando
sobre realidades que nos rodean y condicionan en tanto cubanos del
siglo XXI, sobre personas que, al frente de responsabilidades en el
turismo de donde procede parte de los recursos necesarios para
imprescindibles proyectos sociales de bien común, ellos desvían y
malogran egoístamente.
La caracterización de los personajes, como es habitual en el
dramaturgo, denota un inteligente calado; sus interrelaciones
complementan y efectúan una “puesta en abismo” acerca de muchas de esas
circunstancias a que nos referíamos, y otras, mediante diálogos de gran
fluidez y fuerza que no solo complejizan el relato sino que mantienen
interesado al público de principio a fin, sin que el ritmo decaiga ni un
instante.
Melo realiza una sui generis paráfrasis de Ibsen en su aún elocuente Casa de muñecas,
solo que el portazo final no lo emprende una Nora pronta a liberarse de
ataduras matrimoniales y familiares en la Noruega del siglo XIX sino
un hombre, cubano, en el Varadero del presente, Osvaldo Telmer, sometido
por voluntad propia a la tiranía económica de Nara, su mujer (nótese
la similitud nominal con los protagonistas ibsenianos), gerente de una
importante cadena hotelera —cuyo nombre simboliza contextos mayores—, y
cuyos errores lo llevan a un callejón profesional y marital sin aparente
salida.
Por ello, al contrario de aquel portazo famoso que todavía resuena
hoy cuando de gritos feministas y emancipadores se trata, el que
constituye desenlace de Mecánica lo es puertas adentro.
¿Realmente este esposo derrumbado se irá, lo abandonará todo, como
Nora?, se preguntan casi en el minuto final los espectadores. Y es aquí
donde la obra adquiere contextualización y vigencia adecuadas.
Carlos Celdrán ha enriquecido con su largo visor teatral la
perspectiva de la pieza y nos regala una puesta con la visceralidad y a
la vez, la sencillez comunicativa que lo caracterizan.
Eligió como escenografía, con la profesional complicidad de Alain
Ortiz, un blanco gélido que recuerda el infierno heterodoxo de Sartre en
A puerta cerrada, aludiendo a la vez a la frialdad de esas almas que
penan y hacen penar por su mediocridad humana mal creída superior; el
diseño de vestuario (Vladimir Cuenca) ayuda extraordinariamente a la
caracterización del dramatis personae como lo hacen la banda sonora y la
música (Denis Peralta) reforzando atmósferas y subtextos, o las siempre
expresivas luces de Manolo Garriga respecto al desarrollo y evolución
del conflicto: toda una lucha (también) de poderes que va ganando en
temperatura dramática.
Las actuaciones son otro punto sólido en Mecánica;
los histriones se mueven en el pequeño espacio como si lo hicieran en un
macromundo, porque sus actitudes y aspiraciones tienen la perspectiva
de quienes conquistan imperios, hasta que las sombras del pasado y el
pecado social amenazan con derrumbarlo todo; (des)amor, codicia,
ambiciones que si no matan físicamente arruinan cuanto tocan, se mueven
y pugnan en escena pero no al estilo de las moralidades griegas sino
como seres concretos que ahora tienen los rostros y las acciones de
Carlos Luis González, Yuliet Cruz, Rachel Pastor, José Luis
Hidalgo/Waldo Franco y Yailín Coppola.
Salvo algunos momentos en que congela un tanto la expresión de
sufrimiento en pleno derrumbe, Carlos Luis entrega uno de sus trabajos
hasta ahora más acabados; Yuliet repite esa variedad de matices y esa
energía que caracteriza cada entrega; José Luis Hidalgo contagia una
vez más con la intensidad y el sentido shakesperiano de sus atormentados
roles, Yailín Coppola se luce magistral en sus transiciones.
Mecánica es otro momento feliz de la temporada
escénica habanera, otras nupcias felices entre su autor, Abel G.
Melo y Argos Teatro.