viernes, 31 de julio de 2015

El Teatro, los niños y el verano en los municipios poco visibilizados

Por Esther Suárez Durán
Tomado de  www.cubarte.cult.cu

Durante el mes  de julio el Teatro de la Villa incluyó, además de sus funciones especiales de verano en su conocida sala de Dr. Mora y Desamparados, en Guanabacoa (para niños: en las tardes de Jueves a Domingo y, para adultos: en las noches de los sábados), una gira a la Isla de la Juventud. Para  los jóvenes Claudia Lazo, Reinier Ramos, Yanisleydis Góngora y   Armando Cotrina se trataba, además, de un encuentro con una región del país desconocida, mientras  para la actriz Doris Vargas, de mayor experiencia en las tablas, significaba la actualización sobre la vida del presente en aquel territorio.

En cuatro días efectivos de trabajo (pues el viaje desde y hasta la Isla grande les tomó todo un día)  realizaron once funciones en poblados distantes unos de otros, pertenecientes a zonas como  La Fe y La Victoria, entre otras. Se presentaron en Julio Antonio Mella, Atanagildo, Cuatro Caminos,  y, en algunos sitios ello supuso actuar ante niños y jóvenes que no conocían el Teatro. Si la experiencia teatral resultó emocionante para dicho público, de similar manera lo fue para los actores,  personas enamoradas de lo que hacen y que, con tal vivencia, se reafirmaron aún más en su vocación. Porque, es bueno precisar, que existen por todo el archipiélago lugares a los que alcanza la televisión y la radio, pero no así el Teatro y la especial experiencia estética y vivencial que este supone; lo cual llama la atención acerca de la importancia que toma este accionar por las comunidades, ya sea mediante experiencias reiteradas y ya institucionalizadas como la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa y la Guerrilla de Teatreros de la provincia Granma o mediante una labor continua de programación teatral durante todo el año.

En la Isla de la Juventud, a los daños causados por los huracanes, se suman otros males, el resultado es que este municipio, que otrora contaba con la sala de La Toronjita Dorada y con el Teatro Victoria, ahora se halla desposeído de  instalaciones teatrales en capacidad de acoger espectáculos de cierta complejidad, por ello la brigada artística que conformaron los artistas del Teatro de La Villa junto a los infantes del proyecto comunitario del Circo Nacional de Cuba y otras dos artistas del Proyecto Narrarte iba preparada para actuar en las circunstancias más heterogéneas y difíciles.

Entre tanto, en la capital, el teatro La Edad de Oro, situado en Juan Delgado y Santa Catalina, en el municipio Diez de Octubre, realizaba sus presentaciones habituales de fin de semana con Cuentos, juegos y marionetas, que para el día 19, cerrando las celebraciones por el Día de los Niños, incluyó el concurso “El artista soy yo” y, a pesar del intenso calor de esta sala de 380 capacidades que aún no cuenta con su sistema de climatización funcionando, el espacio se repletó.

Teatro de la Villa y la Compañía Hilos Mágicos figuran entre las instituciones que sobrecumplen con creces sus planes de público asistente a las funciones y  recaudación. Fin de semana tras fin de semana ambas salas se mantienen abiertas, no importa cuál sea la etapa del año,  y el público acude confiado y gozoso pues sabe que la programación que le espera no defraudará sus expectativas. Pero una y otra institución teatral, que atienden, sobre todo, las necesidades de los públicos de sus municipios, alejados del centro cultural de la capital, requieren la mejora de sus condiciones de trabajo diario y de ejecución de su programa de presentaciones teatrales. El Teatro de la Villa espera por el cambio de sus equipos de climatización, los cuales, a estas alturas, no funcionan en absoluto, lo que ha provocado  más de un accidente de trabajo entre sus actores, por las sobre elevadas temperaturas a que se expone un intérprete cubierto por un pesado vestuario que realiza su faena bajo las luces intensas del escenario. Hilos Mágicos y su sala La Edad de Oro  están pendientes de que la brigada de ejecución de obras que en ella estaba trabajando continúe y termine sus labores, interrumpidas en pleno clímax, por una deficiencia administrativa, y, entre las metas esperadas se hallan poder contar con agua corriente en el Teatro y con el sistema de climatización, algo que la población circundante va a agradecer a la par de los artistas.

Para finales de Agosto el Teatro de la Villa prepara el estreno de Papito, una obra de Hugo Araña que en 1992 este grupo llevó por vez primera a las tablas, bajo la dirección de Armando Morales. En 1994 la puesta se alzó con uno de los Premios de Puesta en Escena del Festival de Teatro de Camagüey. Ahora, María Elena Tomás, quien fungiera entonces como asistente de dirección, gracias a sus minuciosos apuntes la está levantando casi tal cual sobre el escenario,  con un elenco totalmente renovado.  Y asombra ver cómo los hallazgos artísticos de entonces mantienen todavía hoy su vigencia, lo que hace de este espectáculo una propuesta teatral de mucho interés, tanto para los actores que la ejecutan, como para el público que la disfruta. La riqueza de dicho espectáculo nace no solo del talento y la madurez artística de su Director, sino, que es resultado, además, del trabajo colectivo de taller a que fue sometido su texto. Durante semanas se improvisó sobre cada situación, se probaron diversas variantes expresivas para seleccionar, a la postre, la más adecuada. Entre tanto, como ahora mismo sucede, el proceso de trabajo de los intérpretes se iba sedimentando y de ahí nació lo que, a la luz de los años, hoy se nos presenta como uno de los momentos más altos de la escena titiritera y de la escena para niños de las últimas tres décadas.

jueves, 30 de julio de 2015

Vera, Justa, Lala Fundora, Carmela: Alina Rodríguez

 Por Esther Suárez Durán
Tomado de  www.cubarte.cult.cu


En 1986 el Maestro Vicente Revuelta ensayaba En el parque, del reconocido dramaturgo ruso Alexander Guelman, en una traducción de la destacada teatróloga y crítica Magaly Muguercia. Para esta obra de solo dos personajes (Ella: Vera, y Él), Vicente había seleccionado a la actriz Alina Rodríguez, miembro del elenco de Teatro Estudio desde hacía unos años, como contraparte del ya famoso actor Adolfo Llauradó y de él mismo, ya que en los momentos iniciales había pensado que Adolfo y él compartieran el personaje masculino de la obra.

El espectáculo cautivó al público desde su estreno y ganó uno de los Premios de Puesta en Escena en el Festival de Teatro de Camagüey  del mismo año, mientras la actriz obtenía dos reconocimientos (Mención de Actuación Femenina),  otorgados por los jurados correspondientes de la UNEAC y del propio Festival.

En el parque significó un parteaguas en la trayectoria de Alina Rodríguez, llamó la atención sobre la actriz, nacida en 1951 en La Habana, graduada primero como Maestra y, luego, en 1982, cuando ya había decidido por la actuación, como  Licenciada en Artes Escénicas por el Instituto Superior de Arte. En ese mismo 1986 participa en el cine en el filme Otra mujer (Dir. Daniel Díaz), al cual le siguen, en 1990, Alicia en el pueblo de Maravillas, del propio director, y María Antonia, de Sergio Giral, donde Alina desarrolla con maestría el complejo personaje protagónico (Premio de actuación femenina. Festival Latino de New York, Estados Unidos, 1991) creado por Eugenio Hernández Espinosa, hecho leyenda por la actriz Hilda Oates y la  puesta del director teatral  Roberto Blanco en 1967. Interviene en Miss Océano (1993, Cuba-Italia) y en Blue Moon (1995, Cuba-Venezuela. Dir. Fernando Timossi) y es reconocida por el pueblo de la Isla por su personaje de Justa (Premio de actuación femenina en televisión. Concurso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1997), entre un elenco de estrellas, en la telenovela Tierra Brava, que puso en pantalla la excelente realizadora Xiomara Blanco. Justa le dio la posibilidad, a una actriz como Alina, de recorrer todos los registros, y ella la hizo entrañable e inolvidable y la colocó, a fuerza de talento y entrega,  al lado de los legendarios desempeños de actrices como Gina Cabrera y Raquel Revuelta en sus momentos, añadiendo aquí una particular dosis de empatía con los telespectadores, por esa gracia natural y ese humanismo que caracterizaba a Alina.

La televisión volvería a colocarla todas las noches en los hogares a través de la puesta en pantalla de la  telenovela El año que viene, que toma como punto de partida  a ese clásico del Teatro Cubano que es Contigo pan y cebolla, con guión y dirección de su propio autor, Héctor Quintero, quien había seleccionado a Alina para realizar en esta época la Lala Fundora que tan alto había colocado en las tablas desde 1964 esa actriz inmensa que es Berta Martínez.

En el cine la actriz integraría los elencos de  Lista de espera (1999, Juan Carlos Tabío), que le mereciera el Premio a la mejor actuación secundaria, en el  Concurso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en el 2000; Miradas (2001, Enrique Álvarez); El premio flaco (2009, Juan Carlos Cremata); Fábula (2011, Lester Hamlet); Chamaco (2011, Juan Carlos Cremata); Contigo pan y cebolla (2012, Juan C. Cremata), donde vuelve a desempeñarse magistralmente en su Lala Fundora, hasta llegar, en ese mismo año, a Conducta, de Ernesto Daranas, con el recio personaje de la Maestra Carmela, que tantas alegrías le trajo a partir de su estreno, no solo por los premios alcanzados por el filme y por su actuación en él (Havana Star Prize a la Mejor Película y a la Mejor  Actuación, en el Havana Film Festival New York; Gran Premio en el Festival Internacional SKIP City D-Cinema, en Kawaguchi, Japón, entre otros), sino, y sobre todo, por lo que significó su desempeño en este personaje para los maestros cubanos, enaltecidos y dignificados por él,  y por el cariño desbordante que los niños le profesaban en cualquier sitio donde la descubriesen.

Tuvo Alina el mayor reconocimiento a su talento, a su compromiso con su profesión cuando, como la actriz grande que era, cambió  su nombre por los de Justa, Lala, Carmela; un estadio de gloria que pocos intérpretes alcanzan.

“A ver cómo te explico…”


Por Maité Hernández-Lorenzo 
Tomado de  www.cubacontemporanea.com

Sí, a ver cómo te explico, nos explicamos, me explico… De esta frase, leitmotiv en Antígona, de Yerandy Fleites, Teatro El Portazo se ha apropiado más de una vez. Primero, fue en su puesta de la versión del clásico por el joven dramaturgo, y ahora vuelve en boca de Emiliana, la enfermera que recibe al público en este Café haciendo expresa alusión al son “Si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas… de tomar café”, de Carlos Puebla. De manera que debe ser ella la oficiante de este doble ritual: el de tomar café y el introducirnos al Café mismo.

Sí, a ver cómo te explico porque es difícil de explicar, de entender. Y el punto de inflexión de ese entendimiento es este Café que pone en solfa no solo temas referidos a la situación de la economía y de la política cubanas actuales, no únicamente. Café CCPC (Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative), del matancero Teatro El Portazo, remueve otros discursos como el teatro y lo hace desde presupuestos irónicos y paródicos.

En otro momento* me he referido a nuevos modos de participación de una ciudadanía cultural en un paisaje que acelera y deforma sus bordes de inclusión. Si para el grupo y sus espectadores siempre han sido explícitas estas formas de intervención, puestas en práctica en la venta de productos (bienes culturales y gastronómicos) en sus espectáculos, con este montaje sus hacedores convierten este recurso -que temía se volviera repetitivo- en lenguaje escénico.

Pedro Franco, su director y “armador”, invitó a un grupo de la más joven hornada de dramaturgos para construir los bloques que estructuran el café o cabaret. Cada cuadro hilvana una microhistoria que calza el gran mural de la nación cubana hoy visto por los ojos de estos jóvenes. Un signo recurrente que conecta una zona de la más fresca producción dramática es la referencia a la historia de Cuba, también visible en otros autores y que ha establecido ejes temáticos en la dramaturgia nacional (Reinaldo Montero, Abelardo Estorino, Abilio Estévez, etc.). Si en algunos casos estas asociaciones densifican fortuitamente las situaciones dramáticas de estas nuevas piezas, aquí, sin embargo, ese jirón de historia pone el acento en los argumentos de lo que se supone debe ser explicado.

Siempre me ha gustado la frase “a ver cómo te explico…”. Pone en evidencia, primero, que hay algo difícil de explicar y, segundo, la intención y necesidad de explicarlo a alguien que por igual necesita o le interesa entender. Ese coqueteo con lo filosófico no es banal ni caprichoso.

Asistí por segunda ocasión al Café CCPC el 25 de julio, durante la temporada habanera en la sala Tito Junco, del Centro Cultural Bertolt Brecht, día en que la Asamblea Municipal de Santiago de Cuba había celebrado la sesión solemne por los 500 años de la fundación de la ciudad. En ella, el Dr. Eusebio Leal Spengler, Historiador de La Habana, realizó una intervención que no pude evitar recordar durante el espectáculo, especialmente en el segmento La toma de La Habana por los ingleses del Segundo Bloque.

En él, sobre un altorrelieve de textos de Bonifacio Byrne, el propio Franco, Alessandra Santiesteban, Yunior García y cartas de Leonor Pérez a su hijo José Julián Martí, se me iban colando fragmentos del discurso de Eusebio en el cual el historiador describía una estirpe e hidalguía de pensamiento y acción de larga data cubanos cuyas siluetas podían vislumbrarse en esa misma nación tironeada entre los reclamos de los personajes de La Habana o de Leonor Pérez y el deseo del joven Pepe Antonio de partir como tantos otros.

Lo interesante en esas asociaciones azarosas, y a la vez razonables, es cómo ese “sol del mundo moral” se reconecta con el contexto actual cubano de otro modo. Asistimos, entonces, a dos discursos que, como en el palimpsesto original, se superponen y abrazan. No deja de ser estimulante y reconfortante esa tensión de dos maneras de “historiarnos”, dos reclamos de igual valía en un paisaje social cada vez más desarraigado y atontado por preocupaciones más domésticas.

Hablando de reclamos: La Habana-personaje en este segmento recurre a lugares de la nostalgia habanera y cubana que siempre se ciernen en torno a la vecinería, la familia, el apagón o ciertos olores, nidos afectivos que han sido glorificados por Abilio Estévez en piezas como Perla Marina o Santa Cecilia. Y un espectáculo retador en su dispositivo comunicativo, en la construcción de su discurso teatral, también podría arriesgarse en proponer otras utopías, nuevas razones para quedarse, para permanecer, de la misma manera que las dirime para la partida del joven Pepe Antonio, aunque sea la nimiedad de poseer un iPhone o la construcción de otro imaginario colectivo que aún no cabe en nuestros bordes sociales a punto de estallar.

Aquí Pepe Antonio, otra vez la reconfiguración de otro relato nacional, se reconoce como un “invertido”, es decir, un sujeto en quien se han invertido recursos que luego han servido de pretexto para una especie de chantaje emocional y patriótico. A propósito, una generación, la suya, la mía, la de muchos, sobre la cual ha pendido el peso de esta deuda moral y social. El punto en la boca llega con la canción Esta casa en la voz de Elena Burke e interpretada por  el personaje de Leonor Pérez, mientras Pepe Antonio va recogiendo la memorabilia excesivamente ilustrativa que cargaba en su maleta: una foto de Camilo Cienfuegos, una bandera, una botella de ron...; y con el “mitin de repudio” que la miliciana travestida, con peluca y fusil pink, cantando Rata de dos patas, de Paquita La Del Barrio junto al “pueblo” armado de huevos, le plantan a Pepe Antonio. Es curioso, pero aquí el público se identifica con el personaje de la miliciana en una excelente demostración del complejo proceso de recepción del café político.

El hecho de que estos jóvenes  -y aquí entra esa hornada de teatristas noveles que “escriben” sobre la escena Antigonón, Electra Garrigó, Semen, Antígona, Solness y la princesa, Charlotte Corday, El mal gusto y tantos otros- horaden con dolor y (di)versión puntos nostálgicos de nuestro día a día es, como he repetido, otra forma de participar, de crear nuevas épicas entre arte y sociedad.

Uno tras otro, los cuatro Bloques, con sus respectivas explicaciones, e incluyo aquí a la “Avanzada”, van trenzando tupidísimos núcleos de sentido donde nada es azaroso y donde la puesta en valor de temas referidos a lo social, la historia, el teatro, la política, se aderezan con los ingredientes del Café o Cabaret: coreografías, karaoke, invitación al público a bailar, presentaciones de travestis en directa alusión a asuntos candentes de la agenda popular ahora mismo, como lo son el restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos y en ese mismo orden la relación con la tradición política de la hoz y el martillo.

Nada queda fuera en un tono carnavalesco que acentúa un espacio  permisivo de libertad y diversión donde los cuerpos se confunden y se apropian de otros. Es visible -y uno de los parlamentos de Emiliana lo deja claro desde el inicio como deja claras las reglas del juego al igual que en Por cuanto, por tanto, resuelvo, otra declaración de principios- la apropiación y cita al teatro cubano, como es la Celia Cruz de Delirio Habanero en el montaje de Raúl Martín, la pasarela de Teatro El Público, o los performances de El Ciervo Encantado, y los sucesivos travestismos que beben del más hondo teatro vernáculo cubano.

Por otra parte, la banda sonora conforma un cuerpo inherente en el ajuste interno del espectáculo. Además de ser una pieza esencial en la naturaleza musical del Café, el montaje de sentido que le ofrece la selección, diversificada en sus funciones e interpretaciones, es una aguda, lúcida y hermosa arquitectura que sostiene el montaje. Nada en ella es fortuito o azaroso y se restaura, de alguna forma, un teatro musical construido desde otros presupuestos igualmente modélicos.

Y en esa vorágine de energía están los actores, y a la vez, como demanda un Café de este tipo, bailarines, mediadores, facilitadores, quienes van imponiendo la velocidad y la dinámica de esta montaña rusa de la cual nos bajamos con ganas de más, de montarnos en el siguiente aparato. Muchos de ellos presentes en anteriores montajes de El Portazo, van pulsando, junto a Pedrito, indiscutible líder y motor de combustión de la nave matancera, un peculiar relato teatral de la Cuba contemporánea. Orgánicamente emparentados con los complejos procesos de todo tipo que atraviesan la Isla, estos muchachos y muchachas, cuyas biografías parciales, deseadas o imaginarias, escuchamos en el inicio del espectáculo, son también botones de muestra de un empecinamiento fecundo y febril por hacer teatro hoy en Cuba. El resultado de esa constancia no es este Café, las cosas no son tan simples, el resultado de esa constancia es la capacidad para preguntar y seguir diciendo(nos) “a ver cómo te explico…”.

El Bloque final, un extraño “paquete” en el que desfilan banderas, La protesta de Baraguá en un sketch que trastoca roles y sitúa en paralelo el fracaso del diálogo entre cubanos y españoles -paradigma de dignidad en la historia cubana- al éxito de la negociación con el enemigo histórico de la Isla hoy, para culminar con textos de Bukowski en una especie de monólogo interior. Y como insiste en decir Emiliana, en una pausa que favorece un suave respiro del espectáculo, “hoy puede ser un gran día”, sin ofrecer garantías de qué pasará.

En los minutos finales se produce un cambio de escenario y por primera vez Pedrito sale cantando Cuba va mientras da saltos de alegría antecediendo la alta tribuna en que se convertirá la pasarela, horizontal y abierta al público para el baile y la complicidad hasta ese momento. Cuba va, identificada como un himno en actividades oficiales de gran convocatoria, y Noche cubana en la orquestación de los Van Van -que también remueve los asientos, en este caso, de los espectadores y bailadores de sus conciertos y es un cierre típico de show de cabaret-, crean una sinergia peculiar de sentidos y goce, de confirmación en una zona de confort colectiva.

Mientras se escuchan estos temas y el público entona con entusiasmo las canciones, los actores van ubicándose en la estructura de madera. Bien colocados, los personajes componen una postal que mira al futuro con suspicacia, oteando el horizonte, protegidos con cascos y guantes de constructor, a punto de decir “a ver cómo te explico…”.


* “Los puertos de una isla”, en La Gaceta de Cuba, no. 5, septiembre-octubre, 2014.

lunes, 13 de julio de 2015

Carlos Ruiz de la Tejera. Un monumento a la cultura y la lealtad

Por Esther Suárez Durán
Tomado de  www.cubarte.cult.cu
 
En su entrevista del año 2009 acerca de la experiencia del Grupo Los 12, entre 1969 y 1970, un hecho que ha dejado una impronta  en la historia del teatro cubano contemporáneo, el Maestro Carlos Ruiz de la Tejera me contó  acerca de sus inicios en el medio teatral. En los tiempos del bachillerato, había integrado el Coro Polifónico del Instituto de La Habana (conocido luego como el Pre Universitario José Martí, o el Pre de La Habana). Al término de esta enseñanza, y por complacer las expectativas de su padre, estudió Ingeniería Civil. En un determinado momento, allá por los años cincuenta del pasado siglo, Carlos era un ingeniero  a quien le seguía atrayendo, de una manera muy marcada, el mundo del espectáculo. Le consultó a su compañera en las clases de francés, la gran vedette  María de los Ángeles Santana a qué director y grupo teatral debía acercarse para comenzar un estudio serio del Teatro y María mencionó los dos grandes nombres del momento: Vicente Revuelta y Andrés Castro. La sala Las Máscaras, que dirigía Andrés, quedaba próxima al apartamento que ocupaba Carlos, así que este factor actúo de modo decisivo. Se acercó al director  con el fin de poder integrarse a  los talleres que él impartía. Castro,  una de los principales figuras de la escena cubana a partir del año 54,  había regresado a Cuba en 1950, tras estudiar en Nueva York, en el Taller de Piscator; allí conoció a  Stella Addler  y  contaba en su acervo con una serie de conocimientos del método stanislavskiano  reelaborado  por el Actor’s Studio que para las personas interesadas en el Teatro durante aquella época resultaba algo  extraordinario.  Con Andrés hizo Carlos  El sombrero de paja de Italia  y, desde allí, fue seleccionado  entre los jóvenes actores de aquella época para integrar un grupo de nueva creación, que se pretendía fuese la institución teatral paradigmática del país, de ahí su nombre de Conjunto Dramático Nacional. Dicha compañía reunió, junto a los nuevos, a varios de los mejores actores del país.  En ese momento, Carlos  abandonó, de manera definitiva,  la Ingeniería.

Al interior del Conjunto Dramático  se vivía una vida intensísima, pues a las sesiones de ensayos y representaciones se añadían los talleres y seminarios: funcionaba  un Seminario de Danza, clases de Acrobacia,  clases de actuación, de pantomima, entre otras disciplinas.  No obstante el escaso tiempo, Carlos se las arregló para asistir a algunas jornadas en la Academia de Teatro Estudio, puesto que aquella era una experiencia que también le interesaba, pero no pudo continuar con esta instrucción paralela.

De los 26  espectáculos realizados en las salas teatrales de la capital que aparecen en el registro de los estrenos correspondientes al Conjunto Dramático a partir de 1961, Carlos participó en  once. Intervino en  Pantomima, a cargo de Pierre Chaussat (1961); La madre  (hacía el Esteban, 1962); La esquina de los concejales (Concejal, 1962); Vassa Yeliéznova (Piatorkia, 1962); Cleopatra y los otros (Bulua, 1963); De película (1963);  Romeo y Julieta, puesta del director checo  Otomar Kreycha (Benvolio, 1964);  Luciana y el carnicero (donde compartió papeles protagónicos con Adela Escartín y obtuvo excelentes críticas,1964); El gesticulador (Oliver Bolton, 1964);  Cosas de Platero (Parroquiano, 1965); La tragedia optimista ( Segundo Jefe Anarquista,1965); San Antonio y la alcancía ( Eurico Arabe, 1965).

Hacia 1965 en el Conjunto Dramático Nacional coexistían diversas concepciones  y ya no había una dirección. De él se desprendieron  dos agrupaciones: el Taller Dramático, a cargo de Gilda Hernández,  y el Grupo La Rueda, liderado por el director argentino Néstor Raimondi, quién había realizado Vassa Yeliéznova ,  una coproducción entre el Conjunto Dramático Nacional y Teatro Estudio que resultó algo extraordinario.  El Conjunto de Arte Teatral La Rueda tuvo entre sus filas a  Myriam Acevedo,  Alicia Bustamante, Isabel Moreno, José Milián, Rolando Ferrer , y Carlos, entre otros artistas. Allí intervino este último  en las puestas de  La fierecilla domada, Volpone, Entremeses japoneses, La ópera de los tres centavos, Otra vez Jehová con el cuento de Sodoma.  

Para 1966 Vicente Revuelta estremeció el medio teatral y cultural con su puesta de  La noche de los asesinos. Luego de la gira europea que realizó la obra, Vicente decidió darle un nuevo rumbo a Teatro Estudio, reanudar el camino inicial de la experimentación y el laboratorio, por ese entonces se reunió con un grupo de actores de La Rueda y los invitó a ingresar en Teatro Estudio, donde había un fuerte elenco femenino, pero faltaban primeros actores.
Cuando Carlos Ruiz, junto a José Antonio Rodríguez y Aramís Delgado llegaron a Teatro Estudio se está produciendo el cisma que dio lugar al nacimiento del Grupo Los 12. Carlos y sus compañeros procedentes de La Rueda, interesados en trabajar con Vicente por encima de todo, se sumaron a Los 12, una experiencia teatral que se produjo inspirada por Vicente y su magisterio, pero que dio comienzo sin él.

El grupo tuvo un entrenamiento muy riguroso. Trabajó con los ejercicios del director inglés  Peter Brook,  de acción discontinua y cambio de situaciones, tuvo clases de yoga, de folclor, el entrenamiento grotowskiano del trabajo con la voz y los resonadores, y tras la incorporación de Vicente a él comenzaron los estudios de sicología y filosofía, a partir de Erich Fromm, Wilhelm Reich, la teoría de Artaud. Estudiaron con rigor a Grotowski, su propuesta teatral, y a partir de él estudiaron el trance, los estados de concentración.

La experiencia de Los 12 culminó, por decisión de Vicente, y varios de los actores que la llevaron a cabo regresaron a Teatro Estudio, Carlos entre ellos. Una vez allí hizo el personaje de Tristán de  El perro del hortelano, bajo la dirección de Vicente; este era el personaje que había defendido el propio Vicente en el estreno y durante la primera temporada de la obra
y ,ahora, se lo montaba a Carlos.  Carlos también participó en el legendario montaje de Las tres hermanas (1972), de Chéjov, el cual, según su opinión, fue una genialidad, y durante su proceso de trabajo descubrieron lo avanzado de la poética de su autor. Cuenta cuán valorado fue este espectáculo  hasta por   el Decano de la Escuela de Letras de Leningrado, quien afirmaba que una puesta como aquella no se había alcanzado a hacer en la Unión Soviética.
Y es que para Las tres hermanas se desarrolló  un trabajo minucioso en el plano de la actuación, con intérpretes de primera línea, lo cual potenciaba los resultados, además de recibir la puesta la influencia de lo experimentado en Los 12. Para Carlos  el grupo Los 12 fue una experiencia única, él la resume como una experiencia básica. Allí, por ejemplo,  se estudió el kathakali, y aún a estas alturas de su vida,  Carlos declaraba que hacía  diariamente los ejercicios. Incluyendo los ejercicios de proyección y sostenimiento de la voz y  los ejercicios de respiración.  En un momento determinado expresó: “Todo lo que yo soy y sé hacer se lo debo al teatro, pero especialmente a Los 12”.

Con posterioridad, ya en Teatro Estudio intervino en las puestas de La vuelta al mundo en ochenta días, Galileo Galilei (1974), Algo muy serio (1976) y otras.  Tras pasar unos once años en el grupo, dejó sus filas y comenzó una carrera  como humorista. Tomó parte en el Conjunto Nacional de Espectáculos que tuvo por sede el Teatro Karl Marx, y su presencia, junto a Alejandro García (Virulo) y Sara González,  determinó, en buena medida, la calidad de aquel trabajo. Cada vez más Carlos Ruiz de la Tejera fue definiendo, para suerte nuestra como público,  una carrera en solitario, al menos como intérprete, puesto que supo trabajar con músicos y aprovechar los buenos textos de toda índole. De esta manera no hubo trabas al fluir de su talento,  que se mostró en todas las cuerdas.

Animó dos peñas: una en el Museo Napoléonico y otra en la Casa Carmen Mantilla, en la Calle de los Oficios, en La Habana Vieja. Dichas peñas siempre fueron espacios para la presentación de jóvenes talentos de la actuación,  la poesía, el humor, la artesanía,  las artes visuales, la música en sus diversas vertientes.

Con sus espectáculos recorrió parte del mundo. Siempre estuvo presto a presentarse donde quiera que se le solicitara su colaboración y fueron pocas las actividades de gobierno a  las cuales prestó el  concurso de sus esfuerzos.

Entre las que fueran sus últimas labores en el teatro, el arte teatral contó con su talento en la versión  que hiciera el afamado director francés Jerome Savary de la obra El burgués gentilhombre (comedia-ballet), de Moliere, que se presentó en el Teatro Mella, de esta capital, así como en el Teatro Nacional de Chaillot, en Francia,  bajo el título de El burgués tropical, en 1998; espectáculo que reunió a intérpretes de primera línea de la escena cubana y donde Carlos desempeñó el papel protagónico de Monsieur Jourdain.

En el cine intervino en Las doce sillas (1962), La muerte de un burócrata (1966), Una pelea cubana contra los demonios (1971) y Los sobrevivientes (1978), todas bajo la dirección de Tomás Gutiérrez Alea (Titón).

En el 2006 recibió el Premio Nacional del Humor. Su intensa obra también fue reconocida con la Orden de Interés Cultural de la ciudad de Rosario, ciudad natal del Che; la Distinción por la Cultura Nacional y la Réplica del Machete Mambí del Generalísimo Máximo Gómez.
Carlos Ruiz de la Tejera fue, esencialmente, un humanista; hombre cultísimo, trabajador incansable, de prodigiosa memoria y trato encantador; sagaz y riguroso, leal a los amigos, a los proyectos y sueños con los cuales se comprometía y a las personas en las cuales depositaba su confianza. Enalteció el oficio del humorista y,  si se propuso dejar con su vida y su hacer una huella, sin duda, lo ha logrado. Su partida deja un vacío elocuente, porque su manera de hacer, hasta hoy, entre nosotros, es única.

Tal consagración al arte y al servicio de los demás hizo que, al paso del cortejo fúnebre, cubanos de todas clases se detuvieran en las calles de La Habana para brindarle un último y entrañable aplauso.

viernes, 10 de julio de 2015

La sexta edición de la Fiesta del Títere en Holguín

Por Esther Suárez Durán
Tomado de  www.cubarte.cult.cu
 
Convocada por el Guiñol de Holguín y patrocinada por el Consejo  Provincial de las Artes Escénicas,  la Dirección Sectorial de Cultura, la UNEAC y la Asociación Hermanos Saíz (AHS) se desarrolló entre el 24 y el 28 de junio la sexta edición de la Fiesta del Títere en Holguín, esta vez con la presencia de diez agrupaciones teatrales, procedentes de Bayamo, Guantánamo, La Habana, la Filial del Instituto Superior de Arte (ISA) en Santiago de Cuba,  y la ciudad anfitriona del evento, a las que se sumó el colectivo de Croché Teatro, de Colombia. Por La Habana, estuvieron Teatro del Puerto y el Teatro Nacional de Guiñol; el Teatro Andante, representó a la provincia Granma; mientras desde Guantánamo viajaban el Guiñol Guantánamo y el Grupo Ríos, y el proyecto La Chimenea representaba a los estudiantes del Instituto Superior de Arte. Por la provincia sede participaron, además del Guiñol de Holguín, Neón Teatro y Trébol Teatro.

Como en otras ediciones, esta vez el arte teatral llegó a diversas comunidades, algunas un tanto apartadas de las zonas urbanas, también a escuelas y a los centros que acogen a los niños y adolescentes  sin amparo filial.

El nivel actoral del Guiñol de Holguín llamó de inmediato mi atención. Algunos de quienes fueron por años sus pilares se han jubilado, otros actores han emigrado, pero la planta actoral de ahora mismo no tiene nada que envidiarle a otras épocas. Los pude ver en el pasacalle que dio inicio al evento, donde dos de los intérpretes de más reciente ingreso realizaban sabias evoluciones con sus mojigangas;  más tarde en los espectáculos Sancho Panza en la ínsula Barataria y en la excelente versión de La Cucarachita Martina (ambos a cielo abierto, en el Parque Calixto García de la ciudad). En esta última Yeniser Ramírez (Guaso), Karel Fernández y Reinaldo Calzado hicieron las delicias de la concurrencia.
A ello se suma la unidad y organización del conjunto que, además,  se encargó del desarrollo de todo el encuentro. Mención especial merecen Rubén Rodríguez, quien ante la ausencia del Productor del grupo, asumió el día a día en el hotel donde nos alojábamos los grupos y artistas invitados, actuando con suma eficacia, y, por supuesto, Dania Agüero, actriz devenida en su Directora General, inspiradora y animadora esencial de esta festividad, una mujer con el curioso don de la ubicuidad que explica una capacidad organizativa extrema.
Entre las labores destacadas vale la pena mencionar las de los choferes El Musso y Jorge Luis, cada uno con el ómnibus que tiene a su cargo no dejaron de transportarnos en tiempo y forma adonde quiera que fue necesario, actuando siempre de manera profesional, con gentileza y compromiso.

Esta vez el cónclave estuvo dedicado a celebrar los 45 años de vida del Guiñol Guantánamo, en  cuya labor se centró el encuentro teórico  que integraba el programa general. Allí se habló de los años fundacionales, de la extensa etapa  (diecinueve años) durante la cual carecieron de sede, de la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa, que el grupo lidera desde hace 25 años y que es, hoy por hoy, uno de los eventos más importantes de las artes escénicas en toda la Isla y uno de los fundamentales en la relación de eventos culturales del país. El grupo estuvo presente  en las comunidades de la provincia con dos de sus espectáculos, en una de ellas, nombrada Cañadón, correspondiente al municipio de Banes, constituyeron un verdadero suceso, pues los niños del lugar nunca antes habían disfrutado de la experiencia teatral. Cañadón fue ejemplo de lo que se aspira en esta Fiesta, pues en ella las autoridades del lugar, encabezados por su Delegada del Poder Popular e incluyendo a las autoridades culturales y hasta la PNR  se congregaron para recibir la embajada artística.

De Guantánamo también, el Teatro Ríos trajo su pieza El conejito que no quería estudiar, con guión y dirección artística de Rafael Rodríguez, su director general y artístico, quien también es un magnífico diseñador y constructor de muñecos. La obra está muy bien estructurada con relación a los sucesos, la puesta en escena es limpia y las voces de los actores resultan estupendas, a pesar del gran retablo detrás del cual trabajan. Valdría la pena que esta agrupación pueda conocer trabajos contemporáneos y compartir con colegas que resultan exponentes de nuevas maneras de hacer para que su labor se actualice, pues condiciones artísticas y talento no faltan.

Teatro Andante, por su parte, actuó en comunidades y en escuelas, con Los sueños de la feria, un unipersonal a cargo de la actriz Adis Nuvia Martí, que todo el tiempo interactúa con su público. Al finalizar la presentación, tal y como es habitual en las funciones del grupo la actriz pone a los niños en contacto directo con los títeres, explicando las diversas técnicas que se emplean en el espectáculo y permitiéndoles que ellos mismos animen los muñecos e identifiquen luego los mecanismos que los caracterizan. Resulta impresionante como de una sola vez la audiencia infantil se apropia de este conocimiento.

El encuentro nos permitió disfrutar del espectáculo más reciente de Neón Teatro, El buen vecino, bajo la dirección artística de Tito Bruzón. Este grupo se caracteriza por la elaboración de los llamados espectáculos con luz negra o teatro negro. Nuevamente Neón Teatro desafía la convención y presenta un espectáculo de esta índole en medio de una calle, lo cual constituyó una osadía de sus artistas, a la par que permitió la presencia de una mayor cantidad de espectadores de todas las edades y se ajustó a la filosofía que anima esta Fiesta, en donde el Teatro sale a la calle en busca de los públicos. El buen vecino, que inicia ahora su proceso de presentaciones y aún necesita algunos ajustes, constituyó, sin duda, un disfrute  sensorial para todos sus espectadores.

Por su parte, Trébol Teatro, una institución dedicada al teatro para los jóvenes, nos acogió en el espacio que acaban de recibir para construir en él su sede. Allí, en asientos precarios y sin ventilación alguna contribuimos a realizar un nuevo acto de resistencia; algo consustancial al Teatro, en premio obtuvimos el disfrute de una pequeña joya: My Valentine, un curioso espectáculo de títeres de mesa, minimalista en toda la extensión del término, que acaban de componer dos jóvenes actores: Heidy Almarales, actriz  de Las Tunas, y Dennis Pérez, actor del Guiñol de Santiago, quienes han coincidido, felizmente, en la Filial de la Facultad de Arte Teatral que funciona en la ciudad de Santiago de Cuba y forman el grupo La Chimenea.
La inestabilidad de los elencos, por migraciones de los actores a otras provincias, medios profesionales o países es fenómeno nacional, que afecta a la mayoría de los colectivos escénicos. Trébol Teatro no resulta excepción, por ello hubimos de conocer su más reciente estreno, Pasaporte, obra dramática y espectáculo de Yunior García, mediante una grabación en video durante la segunda noche en que visitamos su espacio. La agrupación se dispone a hacer de ese lugar un sitio flexible que posibilite diversas perspectivas para la configuración de los espectáculos, una urgencia de cara a los tiempos que corren y las nuevas dramaturgias.
La eficacia de esta edición de la Fiesta del Títere puede ser todavía mayor. Para ello será pertinente trabajar con mayor detalle en la programación que se organiza con anterioridad en las escuelas, los barrios y comunidades. Será preciso coordinar  en cada lugar, cara a cara con las autoridades del sitio, el espectáculo que se podrá ofrecer, de acuerdo con las condiciones que existan o que se puedan crear, y lograr un verdadero compromiso, pues  la labor de los artistas y sus resultados es algo a disfrutar y a respetar; el hecho teatral tiene una trascendencia que no puede perder.

También puede ser útil mantener una programación diaria, tal vez al final de la tarde, en una instalación teatral de la ciudad capital, quizás en el mismo Teatro Ismaelillo, de manera que los habitantes de la propia zona urbana tengan oportunidad de disfrutar un poco más de la fiesta.

Además del programa de presentaciones artísticas, que es el centro del evento, puede pensarse en sesiones de encuentros de otro tipo entre los participantes; esa zona de actividad necesita de una seria meditación para obtener de ella los mejores resultados. En ella pueden existir conferencias, debates, presentaciones de libros, de materiales audiovisuales…, su riqueza es infinita. Y no hay que temerle a consultar a otros colegas acerca de cómo organizar mejor el programa. Se hace camino al andar y entre todos vamos aprendiendo y perfeccionando nuestras acciones.

Desde estas páginas mi gratitud para Yuder Ortega, María Isabel Tarafa, Anabel Pérez, Idalmis Pérez, Fernando Gil, Dianelys Remedios, Magdiel González, Michel Suárez, Karel Maldonado, William Grande, Roberto Sera, María de los Ángeles Rodríguez, Maritza Salazar, todos miembros del Guiñol de Holguín, junto a aquellos a quienes he mencionado en las líneas anteriores de este texto y Dania Agüero, su Directora General, por empeñarse y conseguir mantener un encuentro como este, por encima de todas las dificultades y limitaciones,  a pesar de la soledad en la cual se trabaja a veces, de la falta de colaboración efectiva del resto de las instituciones. La Fiesta del Títere es un evento inscrito ya en la geografía teatral  de la Isla que ganará con cada edición y el concurso y compromiso de todos los que en ella hemos tomado parte alguna vez y de los nuevos que vendrán.

miércoles, 8 de julio de 2015

Diez obras: el contorno imaginario de la isla



Por Rosa Ileana Boudet

Dramaturgia cubana contemporánea. Antología, compilación y prólogo de Ernesto Fundora  para la editorial mexicana Paso de Gato (2015), reúne diez obras escritas en los últimos quince años y contiene  datos relevantes sobre la creación de las piezas y los autores y un sustentado análisis de cada obra. La  nota del catálogo la  presenta así:  “Entre la diáspora y la permanencia que dibujan un contorno imaginario de la isla, las diez obras aquí reunidas presentan enfoques distintos de la “cubanidad” contemporánea. Para su compilador, la  muestra recorre, “desde el texto teatral, el rostro críptico y multiforme de la dramaturgia cubana de los últimos quince años”, ese que no se ciñe a límites geográficos porque se constituye “más allá de competitividades estéticas o jurisdicciones nacionales”.  Amado del Pino, Nilo Cruz, Nara Mansur, Norge Espinosa, Ulises Rodríguez Febles, Abel González Melo, Reinaldo Montero, Salvador Lemis, Raúl Alfonso y Yerandy Fleites Pérez componen un arco de piezas estrenadas y/o escritas en un periodo corto pero pródigo en creatividad, sobre todo, de la generación nacida entre los 70 y los 80. Desde luego, una sola antología no puede  responder en qué  consiste la cubanidad ni qué autor se libra de la jurisdicción nacional.  La iniciativa más perdurable desde que Emilio Carballido en Tramoya, publicara  obras cubanas importantes (de José Triana a Tomás González y Abilio Estévez).


Fundora insiste –sigue a Lillian Manzor y Ana M. López que lo aplicó al cine– en el concepto de la “gran Cuba”, la isla fuera de sus límites geográficos, abarcadora de su diáspora, que aquí funciona más como etiqueta que como calado teórico, ya que a la aceptación de este marco conceptual debemos que varias antologías  incluyan a los exiliados o emigrados, como en el 92 la de Espinosa Domínguez y Pérez Coterillo. En buena parte, porque como Fundora explica, seis de los diez dramaturgos de esta selección residen en otro lugar, como al ver la luz Morir del texto (1995) cuatro de los diez autores, ya vivían en otro sitio (Carmen Duarte, en Estados Unidos, Ricardo Muñoz en Colombia, Victor Varela en Argentina o Joel Cano en Francia) sólo que entonces  no era natural, sino traumático. Pero veinte años después, algunos residen en Madrid pero mantienen sus columnas periodísticas o sus aulas en La Habana y alternan vida y obra entre los lugares que han elegido para vivir y su país natal. Quizás esa internacionalización renueva el interés por el teatro cubano, ya que las últimas antologías parecidas datan del siglo pasado: España (1992) y Alemania (1998). Autores como Cano, Varela, Duarte, Alfonso y Lemis operaron a medias en la escena de su país y hay muchísimos que no lo hicieron nunca.

Artistas para la patria, oí decir a Fidel Castro cuando la preocupada directora  de una agrupación musical, contó en una asamblea de artistas, cómo tenía que renovar su repertorio continuamente pues las intérpretes se le «quedaban» en las giras. Sin saber qué decirle, contestó que se debían formar artistas para la humanidad. Ahora no parece interesar dónde vive el escritor, sino desde dónde coloca su perspectiva  de dramaturgo. 

Esta antología es muy reveladora de esa tensión, ya que mientras hay piezas de la tierra, deudoras enriquecidas de la tradición, aunque  «retadoras» del realismo, sobre los ambientes marginales de los noventa o sobre la isla escondida, en clave o a través de la subjetividad, resaltan las situadas fuera del  contexto delimitado por los marcos estrictos de la nacionalidad–asociada a menudo con tópicos y falsedades– que eligen  operar y proceder en el más profundo e inasible del lenguaje.  


La diáspora, representada por  Ana en el trópico, de Nilo Cruz, presenta una  isla soñada desde una tabaquería en Ybor City,  en 1929, en Tampa, cuando al  descorrerse el telón,  tres mujeres esperan un vapor de Cuba, y  tres hombres apuestan a los gallos. Llega Juan Julián para cambiar el destino de los obreros cuando decide leerles Ana Karenina.  El conflicto se manifiesta no sólo entre los partidarios del mítico lector  y sus detractores, sino entre la chata aceptación de lo que somos y las ilusiones posibles,  máquina y artesanía, progreso y deterioro, necesidad del arte y adocenamiento. Desde el punto de vista de su estética, narra a través de veladuras,  exóticos olores y perfumes de sabor “tropical” y una otredad, muy del gusto del público norteamericano que  ha visto la isla como un paraíso prohibido de seducción y magia. Sin embargo, el teatro “bicultural” de  Cruz,  requiere ser traducido, (la leí después de verla representada en California, por la  traducción de trabajo de Alberto Sarraín, la de ahora es de  Nacho Artime y el propio Cruz), mediación de la que nadie se asombra, como si fuese natural de esta cubanidad, escribir en una lengua y requerir para  ser representado o conocido, ser traducido a otra. La lengua literaria, en muchos casos, dejó de ser el español.

La idea de  no pertenecer a un límite o frontera rebasa el concepto de la gran Cuba. La mitad  de los incluidos huye de la excesiva dependencia del contexto, el marco realista, el apego a un aquí y ahora estrechos, por el que se acusó al teatro cubano de localismo –hasta la puesta mexicana  de Aire frío, de Virgilio Piñera  se consideró en los ochenta un aburrido melodrama–  para situarse fuera de los márgenes de la contingencia, en el plano de la memoria cultural (Liz, de Reinaldo Montero, El pie de Niyinski, de Raúl Alfonso) o la reescritura de los clásicos (Icaros, de Norge Espinosa e Ifigenia, de Yerandy Fleites).


Un conjunto que presenta la isla a través de espacios o fragmentos, y se ubica en  Santiago de Chile y La Habana, en  Ignacio y María, de Nara Mansur o en Creta, en  Ícaros, a los ambientes maltratados y marginales de Abel González Melo o a la suntuosa y verbal riqueza de los tiempos de Liz. Santiago de Chile visto con ironía desde La Habana. Mentora de los novísimos, Mansur destaca por su originalidad al crear ámbitos de intimidad donde la expresión de lo público y lo privado se convierte en debate angustioso. Se representa hoy en Buenos Aires como El pie de Niyinski se estrenó en Madrid, Chamaco, de Abel González Melo, en varias ciudades del mundo, Huevos, de Ulises Rodríguez Febles y Ana en el trópico, de Nilo Cruz, en La Habana y en Miami.

Sin entrar a analizar las obras en particular, el conjunto es algo monocorde. Mientras el lenguaje es apabullante y magnífico, desde la exploración  hasta la saciedad del vaivén, el «bamboleo» de la tragicidad al cinematográfico y cortante de La cebra, de Salvador Lemis prima una condición monologante: los personajes, aunque pertenecientes a un conjunto, se expresan como el que quiere ser oído por un altavoz, orgulloso de la belleza o enjundia de sus palabras. Alguien rastreará alguna vez la influencia del discurso político sobre la dramaturgia de estos años. No sólo la familia no puede dialogar. La incapacidad se instala  en la entraña del diálogo, que no requiere de la réplica o no la busca. No quieren oír  a los demás sino a sí mismos.

Salvo la ironía rompedora de Ignacio y María, burlándose del kitch, la fraseología política y el teatro sicológico, pareciera desterrado el humor, suplantado por la gravedad de la cátedra. Desde luego hay una gran distancia entre las piezas probadas por sus varios montajes y las que apenas han salido del libreto.
La lengua reina cual minotauro. ¿Es una respuesta a una escena por muchos años  disminuida como literatura o una reacción a otra zona de escritura no representada en la antología?  Una selección es una selección. Y esta tiene sobrados valores para interesar al lector y a los directores.   El tiempo dirá.