Por Norge Espinosa Mendoza
Tomado de www.cubacontemporanea.com
Recientemente presentado por Ediciones Unión, Las palabras de El Escriba es un nuevo título en la bibliografía de Virgilio Piñera, un escritor que sobrevivió a su propio centenario para seguir entregándonos señales inquietantes. Durante el 2012, en Cuba y en varias partes del mundo el rostro de este autor incómodo apareció una y otra vez. Su teatro, su poesía, sus cuentos y novelas fueron llevados a escena y editados nuevamente, con el gesto de rigor que impone una fecha tan respetable, pero también, en los mejores casos, con la dosis de irreverencia que es parte de su leyenda, con ese desacato que lo libra de las poses de museo y aun de los rituales a los que han querido reducirlo algunos de sus discípulos o imitadores.
La fuerza vital de Electra Garrigó, La isla en peso, La carne de René, también perceptible en relatos como “El insomnio”, “El conflicto”, “Salón Paraíso” y “Fíchenlo, si pueden”, alentó en aquel centenario, recordado por el evento que trajo a La Habana a muchos investigadores y, entre otras cosas, por el extraordinario montaje de Aire frío con el que Carlos Celdrán y su Argos Teatro pusieron al día la memoria de este escritor capaz aún de alzar polémicas y pasiones cuando se le menciona. El volumen que han preparado cuidadosamente Ernesto Fundora y Dainerys Machado tiene ese propósito: recordarnos las batallas que libró Piñera. Un homme de lettres que se veía a sí mismo siempre en pie de guerra.
Tiene al fin el lector cubano, en un solo haz, las muchas crónicas que Virgilio redactó para el diario Revolución y su suplemento cultural, el famoso Lunes de Revolución que aún espera por una revisión a la altura de lo que fueron sus entregas. Redactadas entre 1959 y 1961, dan fe del hervor que Piñera tuvo por suyo en los primeros años del triunfo revolucionario, y nos entregan un catálogo intenso de sus gestos y sus gritos, sus protestas y demandas, con las que quiso responder a ese instante arrollador.
Hay una carta deliciosa que el autor de Dos viejos pánicos dirige a su querido Humberto Rodríguez Tomeu en la cual relata las primeras reacciones del pueblo cubano ante el anuncio del cambio político, que en realidad es un ejemplo del estilo Piñera en estado puro, como cuando describe a la mujer negra que vio pasar junto a él envuelta en un abrigo de visón. Es el Virgilio que recién llegaba de Argentina, tan muerto de hambre como se fue, y que anhelaba un sitio donde establecerse como persona e intelectual. Creyó que ese era el sitio y el momento. Y estas páginas rescatadas dan fe de cómo apostó por ello, dejándose llevar por esa marea humana, y mezclando su voz con la de tantos desconocidos.
Ya en esos días iniciales, la prensa cubana recogió una carta que Virgilio dirigía al mismísimo Fidel, alertándole que los escritores cubanos esperaban sus órdenes y sus retos, a fin de no quedarse de brazos cruzados. Tras unos cuantos ires y venires, finalmente pudo mostrar sus armas de guerra, al ser contratado en Revolución. Su fama terrible iba a perseguirlo, y a ella se le achaca el uso de un seudónimo, El Escriba, con el que debió firmar la mayor parte de sus colaboraciones. Homosexual evidente, dueño de una voz reactiva y de un afán que no ocultaba su deseo de poner a ciertas vacas sagradas en el debido lugar para dar paso a otras voces, tuvo que usar esa máscara a fin de conseguir sitio para sus columnas.
Pero en verdad se trata de una máscara casi transparente: nadie dudaría acerca de la identidad de ese Escriba que ponía en solfa a consagrados y novísimos, y que se negó a repetir los lugares comunes que asolaban a las letras del país. Si la Revolución era la esencia del momento, Piñera demostraría que él siempre había sido parte de ese anhelo de Revolución. Y se autotituló lobo feroz, a fin de hacer saber a quien estuviera interesado en oírle, cuán dispuesto se hallaba para ser parte de la nueva causa.
El Piñera de estas crónicas es un caso curioso. Es el autor que ha ganado una madurez perceptible en la excelencia de sus Cuentos fríos (Losada, 1956), y que tiene la mano entrenada en el diálogo teatral. De hecho, muchas de estas páginas son monólogos, arias di bravura, que entona para hacer saber sus pareceres con un énfasis que no dudaría en calificar de histriónico. El acento lo pone siempre en términos de conflicto: Medardo Vitier, Gastón Baquero, el Diario de la Marina, la falta de lectores en la Biblioteca Nacional, las flaquezas narrativas del Martí novelista, Lezama en su trono verbal de Trocadero, y asimismo los jóvenes que niegan y discuten al autor de Paradiso…
Piñera no deja títere con cabeza, y de paso nos deja referencias válidas sobre un siglo XIX que él, más que revisitar, reinventa, para sacudir el polvo que cubría los bustos de esos autores muertos, a los que interpela como si de sus vecinos se tratase. La lengua desaforada guía a la mano atrevida de ese Virgilio, que bajo el pálido disfraz del Escriba se apodera de una tribuna para clamar por aires de cambio. Eso lo lleva al compromiso político, como en “Espíritu de las milicias”, que sin embargo no doblega su rigor de intelectual: vale recordar sus argumentos a favor de José A. Baragaño durante su participación como jurado del primer concurso de poesía de Casa de las Américas, en contra de los demás miembros que optaban por un libro de Jorge Enrique Adoum en el que veían más valores políticos que poéticos. La lectura en secuencia de estos artículos organiza una cadena de broncas literarias en las que Piñera reconoce su deuda con Lezama y Pepe Rodríguez Feo, al tiempo que se burla, por ejemplo, de las cabelleras desmelenadas y los ropajes desgarrados que cierta antología de poesía joven desata entre quienes no terminaron incluidos en ella. Y al mismo tiempo, es el promotor que anima una sección como “A partir de cero”, para la cual elije nombres recién llegados que vieron por vez primera sus líneas en letra impresa en esos números de Lunes de Revolución. Lo que también nos recuerdan estas crónicas es que Piñera es uno de los personajes más contradictorios y complejos de su tiempo, y sirven como señal que nos alerta para que no intentemos reducirlo a un perfil inamovible. Su grandeza es ser, justamente, esa paradoja: ese blanco en movimiento que, de no aguzar la vista y el pensamiento, nos hará decir alguna ingenuidad que, desde la muerte, nos devolverá sólo su gran carcajada.
Los compiladores han tenido el buen gusto de procurar fichas y referencias que a un lector no experimentado en el contexto que esas crónicas refieren, le resultarán de ayuda infinita. Lo mismo sucede con los índices de nombres y títulos, que dan fe de un trabajo investigativo a fondo que hubiera merecido, cuando menos, una portada más digna que la imagen turbia que hace poco por subir los índices de venta de este volumen.
Las palabras de El Escriba nos devuelven a un Piñera que, curiosamente, emplea una máscara para manifestarse (ese seudónimo) y que, a la vez, es más sincero y reconocible que nunca antes. El pulso del periodismo, de la demanda por textos urgentes sobre temas polémicos, agita sus mejores párrafos. Y nos dejan ver las muecas de ese rostro-escribiente más allá de la máscara, ya sea discutiendo entre Casal y Martí, o bajando a una cueva en Cubitas para contarnos las proezas de la recolección de guano de murciélago, que, no podía ser menos, se convierte por obra y gracia de su verbo en una suerte de descenso al Hades. El tiempo en que esas crónicas y otras (como la importante dedicada a “Sexualidad y machismo”, que no se publicó en su día) llegaban al lector, se agotó demasiado pronto. En 1961 terminó Lunes de Revolución. Con ese corte abrupto, acelerado por la prohibición del cortometraje PM y las “Palabras a los intelectuales”, algo cambió definitivamente. Al frenesí inicial sobrevino otra marejada, mucho más fría, mucho menos cálida. Piñera seguiría editando durante esa década y estrenando algunas piezas. En los 70 ya era casi invisible. Otra máscara vendría sobre su rostro. Pero esa no le dejaría, ni siquiera, un seudónimo a través del cual expresarse.
En el 2012, durante la celebración del Centenario, estas memorias y otras más amargas también fueron exorcizadas. Pasó esa celebración, y estuvimos junto a su tumba en Cárdenas, que en una tarde gris y lluviosa se cubrió de flores. Varias deudas pendientes quedaron tras esos peregrinajes. Aún nos debemos la edición cabal de su Teatro completo, una recopilación digna de sus ensayos literarios, y la multimedia que se entregó a Ediciones Cubarte como referencia de ese siglo Piñera en el que nos hemos ido convirtiendo en sus personajes y sus cómplices.
Este libro de Ediciones Unión nos recuerda esas deudas y ese rostro: el de un Piñera al que vamos sumando fragmentos para saberlo más necesario, vivo y rotundo que muchos de sus contemporáneos. La muerte no le hizo abandonar su batalla. Cuando lo leemos, como ahora en este volumen, estamos en su ejército. O en su contra, como es el caso de algunos, pero nunca indiferentes. En México, España, Estados Unidos de América, Argentina, Italia... el nombre de Piñera salta de vez en vez. Ya se anuncia la edición de las cartas completas que se conservan en Princeton, y que Virgilio dirigió a Humberto, gracias a las gestiones de Thomas F. Anderson. Cuando ese Teatro completo, esos ensayos, esa multimedia y esas cartas lleguen a nuevos lectores, la batalla Piñera seguirá su rumbo.
Tomado de www.cubacontemporanea.com
Recientemente presentado por Ediciones Unión, Las palabras de El Escriba es un nuevo título en la bibliografía de Virgilio Piñera, un escritor que sobrevivió a su propio centenario para seguir entregándonos señales inquietantes. Durante el 2012, en Cuba y en varias partes del mundo el rostro de este autor incómodo apareció una y otra vez. Su teatro, su poesía, sus cuentos y novelas fueron llevados a escena y editados nuevamente, con el gesto de rigor que impone una fecha tan respetable, pero también, en los mejores casos, con la dosis de irreverencia que es parte de su leyenda, con ese desacato que lo libra de las poses de museo y aun de los rituales a los que han querido reducirlo algunos de sus discípulos o imitadores.
La fuerza vital de Electra Garrigó, La isla en peso, La carne de René, también perceptible en relatos como “El insomnio”, “El conflicto”, “Salón Paraíso” y “Fíchenlo, si pueden”, alentó en aquel centenario, recordado por el evento que trajo a La Habana a muchos investigadores y, entre otras cosas, por el extraordinario montaje de Aire frío con el que Carlos Celdrán y su Argos Teatro pusieron al día la memoria de este escritor capaz aún de alzar polémicas y pasiones cuando se le menciona. El volumen que han preparado cuidadosamente Ernesto Fundora y Dainerys Machado tiene ese propósito: recordarnos las batallas que libró Piñera. Un homme de lettres que se veía a sí mismo siempre en pie de guerra.
Tiene al fin el lector cubano, en un solo haz, las muchas crónicas que Virgilio redactó para el diario Revolución y su suplemento cultural, el famoso Lunes de Revolución que aún espera por una revisión a la altura de lo que fueron sus entregas. Redactadas entre 1959 y 1961, dan fe del hervor que Piñera tuvo por suyo en los primeros años del triunfo revolucionario, y nos entregan un catálogo intenso de sus gestos y sus gritos, sus protestas y demandas, con las que quiso responder a ese instante arrollador.
Hay una carta deliciosa que el autor de Dos viejos pánicos dirige a su querido Humberto Rodríguez Tomeu en la cual relata las primeras reacciones del pueblo cubano ante el anuncio del cambio político, que en realidad es un ejemplo del estilo Piñera en estado puro, como cuando describe a la mujer negra que vio pasar junto a él envuelta en un abrigo de visón. Es el Virgilio que recién llegaba de Argentina, tan muerto de hambre como se fue, y que anhelaba un sitio donde establecerse como persona e intelectual. Creyó que ese era el sitio y el momento. Y estas páginas rescatadas dan fe de cómo apostó por ello, dejándose llevar por esa marea humana, y mezclando su voz con la de tantos desconocidos.
Ya en esos días iniciales, la prensa cubana recogió una carta que Virgilio dirigía al mismísimo Fidel, alertándole que los escritores cubanos esperaban sus órdenes y sus retos, a fin de no quedarse de brazos cruzados. Tras unos cuantos ires y venires, finalmente pudo mostrar sus armas de guerra, al ser contratado en Revolución. Su fama terrible iba a perseguirlo, y a ella se le achaca el uso de un seudónimo, El Escriba, con el que debió firmar la mayor parte de sus colaboraciones. Homosexual evidente, dueño de una voz reactiva y de un afán que no ocultaba su deseo de poner a ciertas vacas sagradas en el debido lugar para dar paso a otras voces, tuvo que usar esa máscara a fin de conseguir sitio para sus columnas.
Pero en verdad se trata de una máscara casi transparente: nadie dudaría acerca de la identidad de ese Escriba que ponía en solfa a consagrados y novísimos, y que se negó a repetir los lugares comunes que asolaban a las letras del país. Si la Revolución era la esencia del momento, Piñera demostraría que él siempre había sido parte de ese anhelo de Revolución. Y se autotituló lobo feroz, a fin de hacer saber a quien estuviera interesado en oírle, cuán dispuesto se hallaba para ser parte de la nueva causa.
El Piñera de estas crónicas es un caso curioso. Es el autor que ha ganado una madurez perceptible en la excelencia de sus Cuentos fríos (Losada, 1956), y que tiene la mano entrenada en el diálogo teatral. De hecho, muchas de estas páginas son monólogos, arias di bravura, que entona para hacer saber sus pareceres con un énfasis que no dudaría en calificar de histriónico. El acento lo pone siempre en términos de conflicto: Medardo Vitier, Gastón Baquero, el Diario de la Marina, la falta de lectores en la Biblioteca Nacional, las flaquezas narrativas del Martí novelista, Lezama en su trono verbal de Trocadero, y asimismo los jóvenes que niegan y discuten al autor de Paradiso…
Piñera no deja títere con cabeza, y de paso nos deja referencias válidas sobre un siglo XIX que él, más que revisitar, reinventa, para sacudir el polvo que cubría los bustos de esos autores muertos, a los que interpela como si de sus vecinos se tratase. La lengua desaforada guía a la mano atrevida de ese Virgilio, que bajo el pálido disfraz del Escriba se apodera de una tribuna para clamar por aires de cambio. Eso lo lleva al compromiso político, como en “Espíritu de las milicias”, que sin embargo no doblega su rigor de intelectual: vale recordar sus argumentos a favor de José A. Baragaño durante su participación como jurado del primer concurso de poesía de Casa de las Américas, en contra de los demás miembros que optaban por un libro de Jorge Enrique Adoum en el que veían más valores políticos que poéticos. La lectura en secuencia de estos artículos organiza una cadena de broncas literarias en las que Piñera reconoce su deuda con Lezama y Pepe Rodríguez Feo, al tiempo que se burla, por ejemplo, de las cabelleras desmelenadas y los ropajes desgarrados que cierta antología de poesía joven desata entre quienes no terminaron incluidos en ella. Y al mismo tiempo, es el promotor que anima una sección como “A partir de cero”, para la cual elije nombres recién llegados que vieron por vez primera sus líneas en letra impresa en esos números de Lunes de Revolución. Lo que también nos recuerdan estas crónicas es que Piñera es uno de los personajes más contradictorios y complejos de su tiempo, y sirven como señal que nos alerta para que no intentemos reducirlo a un perfil inamovible. Su grandeza es ser, justamente, esa paradoja: ese blanco en movimiento que, de no aguzar la vista y el pensamiento, nos hará decir alguna ingenuidad que, desde la muerte, nos devolverá sólo su gran carcajada.
Los compiladores han tenido el buen gusto de procurar fichas y referencias que a un lector no experimentado en el contexto que esas crónicas refieren, le resultarán de ayuda infinita. Lo mismo sucede con los índices de nombres y títulos, que dan fe de un trabajo investigativo a fondo que hubiera merecido, cuando menos, una portada más digna que la imagen turbia que hace poco por subir los índices de venta de este volumen.
Las palabras de El Escriba nos devuelven a un Piñera que, curiosamente, emplea una máscara para manifestarse (ese seudónimo) y que, a la vez, es más sincero y reconocible que nunca antes. El pulso del periodismo, de la demanda por textos urgentes sobre temas polémicos, agita sus mejores párrafos. Y nos dejan ver las muecas de ese rostro-escribiente más allá de la máscara, ya sea discutiendo entre Casal y Martí, o bajando a una cueva en Cubitas para contarnos las proezas de la recolección de guano de murciélago, que, no podía ser menos, se convierte por obra y gracia de su verbo en una suerte de descenso al Hades. El tiempo en que esas crónicas y otras (como la importante dedicada a “Sexualidad y machismo”, que no se publicó en su día) llegaban al lector, se agotó demasiado pronto. En 1961 terminó Lunes de Revolución. Con ese corte abrupto, acelerado por la prohibición del cortometraje PM y las “Palabras a los intelectuales”, algo cambió definitivamente. Al frenesí inicial sobrevino otra marejada, mucho más fría, mucho menos cálida. Piñera seguiría editando durante esa década y estrenando algunas piezas. En los 70 ya era casi invisible. Otra máscara vendría sobre su rostro. Pero esa no le dejaría, ni siquiera, un seudónimo a través del cual expresarse.
En el 2012, durante la celebración del Centenario, estas memorias y otras más amargas también fueron exorcizadas. Pasó esa celebración, y estuvimos junto a su tumba en Cárdenas, que en una tarde gris y lluviosa se cubrió de flores. Varias deudas pendientes quedaron tras esos peregrinajes. Aún nos debemos la edición cabal de su Teatro completo, una recopilación digna de sus ensayos literarios, y la multimedia que se entregó a Ediciones Cubarte como referencia de ese siglo Piñera en el que nos hemos ido convirtiendo en sus personajes y sus cómplices.
Este libro de Ediciones Unión nos recuerda esas deudas y ese rostro: el de un Piñera al que vamos sumando fragmentos para saberlo más necesario, vivo y rotundo que muchos de sus contemporáneos. La muerte no le hizo abandonar su batalla. Cuando lo leemos, como ahora en este volumen, estamos en su ejército. O en su contra, como es el caso de algunos, pero nunca indiferentes. En México, España, Estados Unidos de América, Argentina, Italia... el nombre de Piñera salta de vez en vez. Ya se anuncia la edición de las cartas completas que se conservan en Princeton, y que Virgilio dirigió a Humberto, gracias a las gestiones de Thomas F. Anderson. Cuando ese Teatro completo, esos ensayos, esa multimedia y esas cartas lleguen a nuevos lectores, la batalla Piñera seguirá su rumbo.