lunes, 9 de febrero de 2015

Del imaginario estadounidense en la escena cubana

Por Vivian Martínez Tabares

I

La experiencia como espectadora frente a Locos de amor, el más reciente estreno de Argos Teatro, me ha hecho pensar la presencia del teatro estadounidense en Cuba y las perspectivas que debería abrir el proceso anunciado el pasado 17 de diciembre.

Foto de la autora
Las largamente interrumpidas relaciones entre Cuba y los Estados Unidos impactaron los vínculos culturales entre los teatros de los dos países, que han crecido en paralelo y prácticamente sin contactos. A pesar de la creciente presencia de grupos cubanos en los escenarios del país vecino del norte, la sólida dramaturgia estadounidense que podemos referenciar aquí sigue siendo, sobre todo, la de los autores emblemáticos del realismo psicológico, cuya obra principal se escribió, en su mayor parte, hasta mediados del siglo XX. Hablo de Eugene O’Neill, Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller y Edward Albee, entre otros.

Frecuentes en las carteleras de los años 50, directores como Ramón Valenzuela, Erick Santamaría, Julio Matas, Andrés Castro, Paco Alfonso, Ramón Antonio Crusellas, Francisco Morín y Vicente Revuelta llevaron a escena piezas de esa dramaturgia, con montajes de Todos eran mis hijos, Un tranvía llamado Deseo, La gata sobre el tejado de zinc caliente, Las brujas de Salem, La oscuridad al final de la escalera, Panorama desde el puente y La muerte de un viajante, junto con obras menores, en un amplio espectro: del teatro de arte a comedias de corte más ligero y comercial. Se cuenta que Modesto Centeno cada año viajaba a Nueva York en busca de novedades y traía consigo una suerte de “libros modelo” de las puestas en boga.

Teatro Estudio, por tres décadas referente para toda la escena cubana, se había fundado en 1958 precisamente con el montaje de Viaje de un largo día hacia la noche, de O’Neill, a cargo de Vicente Revuelta; Sergio Corrieri montaba Recuerdo de dos lunes, de Miller, en el 61, y el gran director y maestro fundador del colectivo Mundo de cristal, de Williams, en ese mismo año.

El cine de Hollywood también estimuló este conocimiento al exhibirse ante los espectadores cubanos versiones fílmicas de ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y Un tranvía llamado Deseo, entre otras, reveladoras de complejos conflictos psicológicos tratados con singular realismo y notables interpretaciones tras la pauta del Actor’Studio, que se erigían en modelos para muchos actores.

II

A lo largo de cinco décadas de teatro en la Revolución varios directores volvieron sobre esa dramaturgia, de sólida factura y complejos caracteres, lo que la hace muy atractiva para artistas y público.

Entre diversas aproximaciones, destacaron las de Vicente Revuelta con El cuento del zoológico, de Albee, en 1964, que retomaría en un Taller de Teatro Estudio veinte años más tarde junto con Antes del desayuno, de O’Neill; Nelson Dorr a El muchacho de oro, de Clifford Odets, con el Centro Dramático de Las Villas, en 1967; de Rolando Ferrer a ¿Quién le teme a Virginia Woolf? , de Albee, el mismo año, con el Grupo La Rueda y Verónica Lynn en el rol protagónico; Gilda Hernández a Las brujas de Salem de Miller, con el Taller Dramático, en el 68, y Lillian Llerena como centro; en 1979 Vicente Revuelta recreaba El precio, de Miller, y bajó un poco la marea hasta que Carlos Díaz decidiera en 1989 fundar su Teatro El Público con la afamada trilogía de teatro norteamericano, integrada por Té y simpatía, Zoológico de cristal y Un tranvía llamado Deseo.

Hace poco, en este mismo espacio, comentábamos el retorno de Miller a los escenarios de la Isla con el montaje de Panorama desde el puente, por Vital Teatro.

Pero hemos estado ajenos al devenir del teatro estadounidense actual, a la herencia reciente de aquel teatro y a otras fórmulas experimentales, más allá de los ecos que nos llegan de sonados éxitos de Broadway, como Cats, El fantasma de la ópera, Chicago, y otros, creados para una fórmula de espectáculo comercial, con alta exigencia formal, y comúnmente reproducidos miméticamente en otros contextos latinoamericanos como remedos disminuidos, e incluso en el nuestro, con un empeño reciente como Rent, de Jonathan Larson, en coproducción con parte del equipo original, en el cual lo más notable a mi juicio es el fogueo al que somete a un conjunto de jóvenes intérpretes de diversas formaciones profesionales, pero donde el resultado artístico se aprecia desbalanceado y empobrecido en relación con las altas exigencias del género.

Foto de la autora
También, en fecha cercana prácticamente han coincidido en la escena habanera dramaturgos de los Estados Unidos poco conocidos en esa faceta para los espectadores: como Woody Allen, David Mamet, Eve Ensler –aunque su Monólogos de la vagina ya se había visto en 2002 montada por Jorge Ferrera–, pues cada uno de ellos ha tenido al menos una puesta en escena, a cargo de Alexis Díaz de Villegas, Nelson Dorr y Osvaldo Doimeadiós, este último al rescribir el texto de Ensler en búsqueda conjunta con Mujeres Fuente de Creación. Me pregunto si esta pequeña “explosión” de dramaturgia estadounidense se trata de una pura coincidencia o es resultado del singular olfato con que muchas veces el arte, y el teatro en especial, suelen captar estados de cosas en la sociedad, pues, curiosamente, todas fueron concebidas y gestadas antes del 17 de diciembre.

No obstante, seguimos ajenos al quehacer de Tony Kushner, el brillante autor de Ángeles en América y de adaptaciones de Shakespeare, Brecht, y de Viudas, de y con Ariel Dorfman; a la obra performativa de Anne Deavere Smith, con sus sorprendentes recreaciones de discursos extraídos de la realidad de políticos, migrantes y desposeídos, con fuerte acento social, en un nuevo giro de teatro testimonio; a la creación de Giannina Braschi y de la desaparecida dramaturga cubanoamericana Dolores Prida, entre otros.

Hay que hacer la salvedad de que ya antes Carlos Celdrán y Argos representaron a la cubanoamericana María Irene Fornés con Fango, en 2008; Lisi Díaz y Teatro Rumbo en Pinar del Río a Cualquier otro lugar menos este, de Caridad Svich, en el mismo año, y Carlos Díaz y El Público lanzaron aquí al cubano-estadounidense Nilo Cruz, Pulitzer 2003, con Ana en el Trópico, en 2013. Pero ¿cuántos nos quedan por “descubrir”, estudiar, editar y representar?

El restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos debería traernos lo mejor de la creación teatral de ese país, mucho del cual está fuera –y lejos– de las brillantes marquesinas de Broadway.

III

En esa cuerda, dos directores noveles del grupo Argos Teatro, Yeandro Tamayo y Yailín Coppola, emprendieron la aventura de versionar y subir a escena la pieza Locos de amor, de Sam Shepard, ahora mismo en cartelera en la sede del grupo.

Sam Shepard es uno de los grandes autores contemporáneos del teatro en los Estados Unidos, también actor y guionista de cine. Nacido en 1943, desde sus primeras obras, creadas en los años 60, se le considera heredero de los grandes autores de su país y en los años 80 fue el autor más representado después de Tennessee Williams.

Gran admirador de Beckett, después de haber sido mozo de cuadra y de aspirar a convertirse en veterinario, se unió a un grupo de teatro ambulante llamado Bishop's Company Repertory Players. Su debut como autor teatral, la faceta más relevante de su carrera, se produjo en 1964, y al cumplir 30 años, ya tenía 30 obras estrenadas.

Es conocido por el público como guionista y actor en películas como Elegidos para la gloria, Magnolias de acero, El informe Pelícano y París, Texas –ganadora de la Palma de Oro del Festival Internacional de Cine de Cannes de 1984, y cuyo guion escribió a partir de un encargo de Wim Wenders e inspirada en su libro Crónicas de motel.

Es frecuente que la dramaturgia de Shepard, fruto de la contracultura de los años 60, debata complejos problemas de la sociedad capitalista moderna, como la alienación del individuo y los contradictorios efectos de las relaciones familiares.

Locos de amor fue escrita en 1983. En el argumento, dos amantes destructivos y desesperados, atrapados por necesidades que los atraen y separan a la vez, entre recuerdos y sueños ofrecen múltiples versiones para una cruel historia de amor. Como en todas las historias de Shepard, no hay héroes sino personajes ambiguos que forcejean entre pasados imaginarios y duras realidades. Seres en busca de su identidad y en franca tensión con el otro.

Ya Yailín Coppola había trabajado esta obra en un trabajo de clase con sus alumnos de la Escuela Nacional de Teatro, y Yeandro Tamayo tenía como antecedente su trabajo con Edith Obregón al frente de la puesta de Derrota, del español Raúl Dans. Juntos, decidieron emprender un proyecto profesional con actores de su colectivo. Caleb Casas y Rachel Pastor fue la pareja elegida para debatir acerca del amor, secundada por Waldo Franco y Leandro Cáceres. El eje de Locos de amor es el tormento de un amor que se convierte en imposible, fruto de secretos y turbias relaciones compartidas.

Carlos Celdrán, director del colectivo y asesor de la puesta, comenta cómo “es la primera vez en Argos Teatro que una historia oscurece el entorno social para solo hablar del ser, del destierro del ser que ama”. Y es que aquí la preocupación cívica común al discurso de este grupo se ha tornado ontológica.

La puesta en escena elige un espacio rectangular y austero para recrear el cuarto de María, con apenas una cama al centro, una butaca y un tocador. Y una puerta a través de la cual se vislumbran señales del exterior. Elementos semejantes a los de una puesta previa del grupo como Fíchenla, si pueden, pero en otra trama estilística. La visualidad y el cromatismo, con diseños del equipo y colaboración en el vestuario de Vladimir Cuenca, y luces de Manolo Garriga, recuerdan el desolado ambiente de los cuadros de Edward Hopper, con su insistencia en los personajes solitarios. La habitación del mugroso motel de carretera del original se convierte aquí en humilde vivienda en algún cruce de la periferia. Los espectadores nos ubicamos a ambos lados de la acción, muy cerca de los actores y sentimos el efecto de sus acciones y reacciones casi físicamente.

Foto de la autora
María y Eduardo se aman, se desean, pero a la vez se repelen, por una inexplicable necesidad de ser, a la vez, otros. Él ha escapado muchas veces con otras mujeres y ella no quiere creerle, pero al mismo tiempo lo necesita. Ha planeado salir con otro hombre, cuando él irrumpe intempestivamente en la casa para llevársela consigo. El forcejeo, que se complica con la llegada del otro hombre, termina en revelaciones vergonzosas de las que son víctimas, mientras la aparición intermitente y desde otra dimensión del Viejo, narra fragmentos del pasado que completan parte del espejo roto que han sido sus vidas.

La lectura de los jóvenes directores de Argos acerca la acción al aquí y ahora al borrar referentes geográficos, pero no se preocupa por el contexto o por crear un puente con lo real de nuestro entorno. La existencia cruel de un amor que enloquece, signado por patologías y como consecuencia de comportamientos erráticos es el centro, en un intercambio duro y tenso, que compromete la acción y la palabra, y en el que no falta algún destello de humor. Los actores se entregan en cuerpo y mente y nos transportan con ellos en busca de pistas y razones.

Me gustaría haber encontrado un trabajo mayor en función de ciertas diferencias en el lenguaje entre los dos protagonistas, para hacerlo más individualizado y útil en la caracterización y un elemento más en las tensiones entre ambos, para que resultaran menos comunes en su norma vulgar, quizás demasiado abusada para ella.

Como Vaginas, que desalmidonó de academicismos y feminismos radicales al original, en un trabajo aún en proceso lleno de referentes, intercambio lúdico y humor cubano, Locos de amor me parece un buen modo de acercarnos a la escena estadounidense contemporánea, con sencillez, autenticidad y hondura.


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