Por Vivian Martínez Tabares
Tomado de www.cubacontemporanea.com
I
La experiencia como espectadora frente a
Locos de amor, el más reciente estreno de Argos Teatro, me ha hecho pensar la
presencia del teatro estadounidense en Cuba y las perspectivas que debería
abrir el proceso anunciado el pasado 17 de diciembre.
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Las largamente interrumpidas relaciones
entre Cuba y los Estados Unidos impactaron los vínculos culturales entre los
teatros de los dos países, que han crecido en paralelo y prácticamente sin
contactos. A pesar de la creciente presencia de grupos cubanos en los
escenarios del país vecino del norte, la sólida dramaturgia estadounidense que
podemos referenciar aquí sigue siendo, sobre todo, la de los autores
emblemáticos del realismo psicológico, cuya obra principal se escribió, en su
mayor parte, hasta mediados del siglo XX. Hablo de Eugene O’Neill,
Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller y Edward Albee, entre otros.
Frecuentes en las carteleras de los años
50, directores como Ramón Valenzuela, Erick Santamaría, Julio Matas, Andrés
Castro, Paco Alfonso, Ramón Antonio Crusellas, Francisco Morín y Vicente
Revuelta llevaron a escena piezas de esa dramaturgia, con montajes de Todos
eran mis hijos, Un tranvía llamado Deseo, La gata sobre el tejado de zinc
caliente, Las brujas de Salem, La oscuridad al final de la escalera, Panorama
desde el puente y La muerte de un viajante, junto con obras menores, en un
amplio espectro: del teatro de arte a comedias de corte más ligero y comercial.
Se cuenta que Modesto Centeno cada año viajaba a Nueva York en busca de
novedades y traía consigo una suerte de “libros modelo” de las puestas en boga.
Teatro Estudio, por tres décadas
referente para toda la escena cubana, se había fundado en 1958 precisamente con
el montaje de Viaje de un largo día hacia la noche, de O’Neill, a cargo de
Vicente Revuelta; Sergio Corrieri montaba Recuerdo de dos lunes, de Miller, en
el 61, y el gran director y maestro fundador del colectivo Mundo de cristal, de
Williams, en ese mismo año.
El cine de Hollywood también estimuló
este conocimiento al exhibirse ante los espectadores cubanos versiones fílmicas
de ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y Un tranvía llamado Deseo, entre otras,
reveladoras de complejos conflictos psicológicos tratados con singular realismo
y notables interpretaciones tras la pauta del Actor’Studio, que se erigían en
modelos para muchos actores.
II
A lo largo de cinco décadas de teatro en
la Revolución varios directores volvieron sobre esa dramaturgia, de sólida
factura y complejos caracteres, lo que la hace muy atractiva para artistas y
público.
Entre diversas aproximaciones,
destacaron las de Vicente Revuelta con El cuento del zoológico, de Albee, en
1964, que retomaría en un Taller de Teatro Estudio veinte años más tarde junto
con Antes del desayuno, de O’Neill; Nelson Dorr a El muchacho de oro, de
Clifford Odets, con el Centro Dramático de Las Villas, en 1967; de Rolando
Ferrer a ¿Quién le teme a Virginia Woolf? , de Albee, el mismo año, con el
Grupo La Rueda y Verónica Lynn en el rol protagónico; Gilda Hernández a Las
brujas de Salem de Miller, con el Taller Dramático, en el 68, y Lillian Llerena
como centro; en 1979 Vicente Revuelta recreaba El precio, de Miller, y bajó un
poco la marea hasta que Carlos Díaz decidiera en 1989 fundar su Teatro El
Público con la afamada trilogía de teatro norteamericano, integrada por Té y
simpatía, Zoológico de cristal y Un tranvía llamado Deseo.
Hace poco, en este mismo espacio,
comentábamos el retorno de Miller a los escenarios de la Isla con el montaje de
Panorama desde el puente, por Vital Teatro.
Pero hemos estado ajenos al devenir del
teatro estadounidense actual, a la herencia reciente de aquel teatro y a otras
fórmulas experimentales, más allá de los ecos que nos llegan de sonados éxitos
de Broadway, como Cats, El fantasma de la ópera, Chicago, y otros, creados para
una fórmula de espectáculo comercial, con alta exigencia formal, y comúnmente
reproducidos miméticamente en otros contextos latinoamericanos como remedos
disminuidos, e incluso en el nuestro, con un empeño reciente como Rent, de
Jonathan Larson, en coproducción con parte del equipo original, en el cual lo
más notable a mi juicio es el fogueo al que somete a un conjunto de jóvenes
intérpretes de diversas formaciones profesionales, pero donde el resultado
artístico se aprecia desbalanceado y empobrecido en relación con las altas
exigencias del género.
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También, en fecha cercana prácticamente
han coincidido en la escena habanera dramaturgos de los Estados Unidos poco
conocidos en esa faceta para los espectadores: como Woody Allen, David Mamet,
Eve Ensler –aunque su Monólogos de la vagina ya se había visto en 2002 montada
por Jorge Ferrera–, pues cada uno de ellos ha tenido al menos una puesta en
escena, a cargo de Alexis Díaz de Villegas, Nelson Dorr y Osvaldo Doimeadiós,
este último al rescribir el texto de Ensler en búsqueda conjunta con Mujeres
Fuente de Creación. Me pregunto si esta pequeña “explosión” de dramaturgia
estadounidense se trata de una pura coincidencia o es resultado del singular
olfato con que muchas veces el arte, y el teatro en especial, suelen captar
estados de cosas en la sociedad, pues, curiosamente, todas fueron concebidas y
gestadas antes del 17 de diciembre.
No obstante, seguimos ajenos al quehacer
de Tony Kushner, el brillante autor de Ángeles en América y de adaptaciones de
Shakespeare, Brecht, y de Viudas, de y con Ariel Dorfman; a la obra
performativa de Anne Deavere Smith, con sus sorprendentes recreaciones de
discursos extraídos de la realidad de políticos, migrantes y desposeídos, con
fuerte acento social, en un nuevo giro de teatro testimonio; a la creación de
Giannina Braschi y de la desaparecida dramaturga cubanoamericana Dolores Prida,
entre otros.
Hay que hacer la salvedad de que ya
antes Carlos Celdrán y Argos representaron a la cubanoamericana María Irene
Fornés con Fango, en 2008; Lisi Díaz y Teatro Rumbo en Pinar del Río a
Cualquier otro lugar menos este, de Caridad Svich, en el mismo año, y Carlos
Díaz y El Público lanzaron aquí al cubano-estadounidense Nilo Cruz, Pulitzer
2003, con Ana en el Trópico, en 2013. Pero ¿cuántos nos quedan por “descubrir”,
estudiar, editar y representar?
El restablecimiento de relaciones con
los Estados Unidos debería traernos lo mejor de la creación teatral de ese
país, mucho del cual está fuera –y lejos– de las brillantes marquesinas de
Broadway.
III
En esa cuerda, dos directores noveles
del grupo Argos Teatro, Yeandro Tamayo y Yailín Coppola, emprendieron la
aventura de versionar y subir a escena la pieza Locos de amor, de Sam Shepard,
ahora mismo en cartelera en la sede del grupo.
Sam Shepard es uno de los grandes
autores contemporáneos del teatro en los Estados Unidos, también actor y
guionista de cine. Nacido en 1943, desde sus primeras obras, creadas en los
años 60, se le considera heredero de los grandes autores de su país y en los
años 80 fue el autor más representado después de Tennessee Williams.
Gran admirador de Beckett, después de
haber sido mozo de cuadra y de aspirar a convertirse en veterinario, se unió a
un grupo de teatro ambulante llamado Bishop's Company Repertory Players. Su
debut como autor teatral, la faceta más relevante de su carrera, se produjo en
1964, y al cumplir 30 años, ya tenía 30 obras estrenadas.
Es conocido por el público como
guionista y actor en películas como Elegidos para la gloria, Magnolias de
acero, El informe Pelícano y París, Texas –ganadora de la Palma de Oro del
Festival Internacional de Cine de Cannes de 1984, y cuyo guion escribió a
partir de un encargo de Wim Wenders e inspirada en su libro Crónicas de motel.
Es frecuente que la dramaturgia de
Shepard, fruto de la contracultura de los años 60, debata complejos problemas
de la sociedad capitalista moderna, como la alienación del individuo y los
contradictorios efectos de las relaciones familiares.
Locos de amor fue escrita en 1983. En el
argumento, dos amantes destructivos y desesperados, atrapados por necesidades
que los atraen y separan a la vez, entre recuerdos y sueños ofrecen múltiples
versiones para una cruel historia de amor. Como en todas las historias de
Shepard, no hay héroes sino personajes ambiguos que forcejean entre pasados
imaginarios y duras realidades. Seres en busca de su identidad y en franca
tensión con el otro.
Ya Yailín Coppola había trabajado esta
obra en un trabajo de clase con sus alumnos de la Escuela Nacional de Teatro, y
Yeandro Tamayo tenía como antecedente su trabajo con Edith Obregón al frente de
la puesta de Derrota, del español Raúl Dans. Juntos, decidieron emprender un
proyecto profesional con actores de su colectivo. Caleb Casas y Rachel Pastor
fue la pareja elegida para debatir acerca del amor, secundada por Waldo Franco
y Leandro Cáceres. El eje de Locos de amor es el tormento de un amor que se
convierte en imposible, fruto de secretos y turbias relaciones compartidas.
Carlos Celdrán, director del colectivo y
asesor de la puesta, comenta cómo “es la primera vez en Argos Teatro que una
historia oscurece el entorno social para solo hablar del ser, del destierro del
ser que ama”. Y es que aquí la preocupación cívica común al discurso de este
grupo se ha tornado ontológica.
La puesta en escena elige un espacio
rectangular y austero para recrear el cuarto de María, con apenas una cama al
centro, una butaca y un tocador. Y una puerta a través de la cual se vislumbran
señales del exterior. Elementos semejantes a los de una puesta previa del grupo
como Fíchenla, si pueden, pero en otra trama estilística. La visualidad y el
cromatismo, con diseños del equipo y colaboración en el vestuario de Vladimir Cuenca,
y luces de Manolo Garriga, recuerdan el desolado ambiente de los cuadros de
Edward Hopper, con su insistencia en los personajes solitarios. La habitación
del mugroso motel de carretera del original se convierte aquí en humilde
vivienda en algún cruce de la periferia. Los espectadores nos ubicamos a ambos
lados de la acción, muy cerca de los actores y sentimos el efecto de sus
acciones y reacciones casi físicamente.
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María y Eduardo se aman, se desean, pero
a la vez se repelen, por una inexplicable necesidad de ser, a la vez, otros. Él
ha escapado muchas veces con otras mujeres y ella no quiere creerle, pero al
mismo tiempo lo necesita. Ha planeado salir con otro hombre, cuando él irrumpe
intempestivamente en la casa para llevársela consigo. El forcejeo, que se
complica con la llegada del otro hombre, termina en revelaciones vergonzosas de
las que son víctimas, mientras la aparición intermitente y desde otra dimensión
del Viejo, narra fragmentos del pasado que completan parte del espejo roto que
han sido sus vidas.
La lectura de los jóvenes directores de
Argos acerca la acción al aquí y ahora al borrar referentes geográficos, pero
no se preocupa por el contexto o por crear un puente con lo real de nuestro
entorno. La existencia cruel de un amor que enloquece, signado por patologías y
como consecuencia de comportamientos erráticos es el centro, en un intercambio
duro y tenso, que compromete la acción y la palabra, y en el que no falta algún
destello de humor. Los actores se entregan en cuerpo y mente y nos transportan
con ellos en busca de pistas y razones.
Me gustaría haber encontrado un trabajo
mayor en función de ciertas diferencias en el lenguaje entre los dos
protagonistas, para hacerlo más individualizado y útil en la caracterización y
un elemento más en las tensiones entre ambos, para que resultaran menos comunes
en su norma vulgar, quizás demasiado abusada para ella.
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