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Claudio Sotolongo
No ha sido año especialmente pródigo, pero ahí está, incluso en los silencios que el Villanueva asume al no reconocer puesta alguna de teatro para niños y de títeres, por ejemplo, la temperatura de nuestro acontecer escénico, lista para ser reafirmada o discutida.
El 2015 arrancó con la noticia de que el Premio Nacional de Teatro pertenecía a Carlos Díaz, y eso alegró a gran parte de nuestro panorama cultural. El fundador de Teatro El Público arribaba a sus 60 años, con más de treinta puestas en escena que lo ratifican como un maestro de la provocación.
A lo largo de estos meses, continuó la temporada de su espectáculo de gran escala más reciente: el Decamerón, sobre versión de Héctor Quintero a partir de Bocaccio, y luego vendrían Harry Potter o se acabó la magia, concebido como graduación de alumnos de la Escuela Nacional de Arte, con texto de Agnieska Hernández, y finalmente Yellow Dream Road, coproducido con FUNDarte, y que unió los talentos del dramaturgo Rogelio Orizondo y actores y actrices de Cuba y Miami. Dos puestas que al presentarse en secuencia casi inmediata hacen sentir que el discurso de la generación de los novísimos ya parece caer en una retórica de la descarga, volviendo a esas estructuras de monólogos y escasos diálogos que repiten quejas y demandas en un tono monocorde, y que más allá de la verdad que les sostiene como punto de partida, necesitarían un cuidado más sutil para no reincidir en fórmulas que anuncian ciertas dosis de aburrimiento, tras algunos años en los que hemos visto estos recursos desdramatizadores retornar una y otra vez ya sin nuevas texturas.
Carlos Díaz, cercano siempre a los jóvenes y a la voluntad de desacralizar lo que somos, también ha sabido hacer eso mediante textos más sólidos y no menos arriesgados. Doy un voto aquí a favor de aquel Peer Gynt que alguna vez nos prometiera. De un maestro de su talla vale siempre esperar nuevas e incitantes sorpresas, y nunca el agotamiento.
Todo estreno de Argos Teatro aporta un índice de profesionalismo y rigor en nuestro movimiento cultural que está bien justificado. Mecánica, a partir de la relectura que Abel González Melo proyecta sobre el monumento que es Casa de muñecas, de Ibsen, es la nueva entrega de un colectivo concentrado cada vez más en el actor, en el trabajo del intérprete, y que de la mano de Carlos Celdrán ha desplazado todos los demás elementos espectaculares a un plano que no robe atención sobre el drama.
No es esta la producción que prefiero del grupo, lo confieso, y dejo claro también aquí que no me convenció del todo la armazón dramatúrgica, en la que por ejemplo se maneja como elemento de chantaje un video inculpador que, cuando finalmente es sacado a flote en un punto máximo del conflicto, no parece tener la importancia anunciada. Pero por encima de todo eso está la pulcra escenografía de Alain Ortiz, las luces eficaces de Manolo Garriga, el trabajo puntual de algunos de sus actores, y Yuliet Cruz, de cuya capacidad histriónica siempre espero tanto.
Mecánica, muy halagada por varios de mis colegas, es un paso en territorio ya seguro para el director y el colectivo. No tan estremecedora como me sigue pareciendo Casa de muñecas, pero válida ante el público que la disfrutó, a partir de los manejos a ratos un tanto melodramáticos de su trama, y que lanza una mirada crítica hacia el fenómeno de esos nuevos ricos que, desde la limpieza obsesiva de sus caros apartamentos, parecen vivir en una Cuba imaginaria, aunque sufran, en el fondo, las mismas agonías de quienes no llegan a traspasar tan lujosas puertas.
Sandra Ramy es una coreógrafa nada interesada en los moldes ni las convenciones. Ha pasado por experiencias diversas (entre ellas Teatro El Público) y de su diálogo intenso con lo teatral han surgido piezas incómodas que no apelan al movimiento virtuoso porque sí, sino a una voluntad acaso poética en la que el cuerpo es no solo fluido, sino más bien portador de interrogantes más hondas.
En Yilliam de Bala Coming Soon se arriesga (y a ratos el desafío tecnológico sobresatura el ojo del espectador) al fundir el cuerpo de sus danzantes, desde el Proyecto Persona, que dirige, con la imagen digital, desde un concepto de diseño que inunda el escenario y devora la mirada con una carga intensa de cuestionamientos. Me niego a imaginar esta propuesta solo como un espectáculo danzario. Ella echa mano a la tecnología para hacernos, desde lo transdiciplinario, testigos y cómplices de la manera en que nos hemos fundido a esa imagen que proviene de pantallas, de monitores, de laptops, de tablets, para recordarnos que hay algo más que ese mundo o nación virtual, y que el cuerpo humano posee otras significantes insustituibles. Otras clases de independencia.
El Ciervo Encantado, en su sede de Línea y 18, en la que al fin parece haber hallado un espacio estable, propuso Triunfadela como un acto de curioso desacato. Un personaje que pareciera salido de la pintura de Antonia Eiriz, con micrófonos que brotan de su pecho, nos reclama ser parte de ese acto que consiste en la lectura de varios ejemplos de nuestra prensa más triunfalista. Insistiendo en ese espacio intermedio que aparece entre el performance y el teatro, tras una primera versión que incluía un segmento a cargo de un hijo de Lázaro Saavedra, el espectáculo se ha concentrado en ese carácter central, lo que me parece saludable. El Ciervo Encantado sigue sacando a flote parte de la crisis interna de nuestros discursos más graves, incidiendo ahí donde todavía persiste una manera anquilosada de dibujar una realidad ya resquebrajada, pero que pareciera, a los dueños de ese discurso, todavía monolítica. La figura deforme y absurda que encarna Mariela Brito es una especie de monstruo antediluviano que, sin embargo, apela a esos actos de memoria colectiva en los que tal vez creímos o repetíamos aquellas consignas o frases que la utopía, si no deshizo del todo, sí se llevó hace mucho.
La gema de esta edición del Villanueva es, qué duda cabe, CCPC (Cuban Coffee by Portazo´s Cooperative), de Teatro El Portazo, dirigido por Pedro Franco.
Lo más sorprendente y saludable de este café que apela al cabaret político, al travestismo, al humor descarnado y a la referencia puntual a nuestra cotidianidad para mostrarla como un espacio de signos explosivo, es su descaro. Su frescura irreverente, que va de una reinvención de la célebre escena de los Mangos de Baraguá a un tema de Jeannette, y que cierra sus invocaciones a la Patria, a los Santos, a los Mártires y al aquí y al ahora con un afirmativo Cuba va entresacado de la discografía del Grupo de Experimentación Sonora.
Franco ha tomado de aquí y de allá, se ha atrevido a la cita directa e indirecta, ha mezclado textos de Orizondo y otros autores de su tiempo con cartas, documentos históricos, música de la vieja trova y el pop latino más descacharrante así como temas de Paquita La del Barrio y Alina Izquierdo para crear este collage, este pastiche de la fiesta teatral que alude a la relación Cuba-Estados Unidos, al imaginado fin del bloqueo, a la ausencia de los jóvenes que se llevan en la maleta un símbolo de la nación camino al exilio, y tantas otras contingencias. Todo ello acelerado por el sentido gozoso, la abierta referencia a la “lucha” cotidiana que permite al grupo autofinanciarse o subvencionarse en estos días de economía cambiante (no tanto como quisiéramos), pero que refuncionaliza, desde las libertades siempre provocadoras de lo teatral, la necesidad de cambios aun más inmediatos y radicales.
Curiosamente, mixturando esos recursos que vienen de Carlos Díaz, del transformismo amateur, de la memoria de una generación que asimila el teatro musical, la parodia, la sátira y el drama según sus apetencias y necesidades, a manera de work in progress que saca partido incluso de sus imperfecciones, Franco ha encontrado su propia voz, rindiendo tributo a sus maestros y referentes, pero aportando un grado de desacato que nos recuerda que también esa clase de actitud puede ser divertida, entretenida, sin necesidad de caer en el aburrimiento o en la machacona persistencia en la queja contra aquello que sabemos disfuncional, pero que no logra ser teatralmente interesante. Ahora mismo, Pedro Franco es una apuesta viva por el teatro cubano que viene o ya está aquí, y verlo junto a algunos de los directores a los que admira en esta lista de premios debe entenderse como desafío y no vano halago. A trabajar, pues, que de ahí vendrá la verdad más contundente.
Por supuesto que el año ha sido algo más que estos cuatro espectáculos premiados. Han sucedido eventos, ceremonias, estrenos, polémicas más o menos atendidas. Una de ellas ronda el espectáculo quizá más comentado del año, que es, irónicamente, el menos visto de todos, pues a solo dos funciones de su estreno quedaron suspendidas las representaciones de El rey se muere. Versión del original de Ionesco, Juan Carlos Cremata anunció esta puesta con su Grupo El Ingenio. No pude ver el montaje, pero si contemplé con estupor cómo se interrumpían las funciones y luego quedaba cerrado el contrato del director y también su compañía. No mencionar este hecho en el repaso del 2015 sería una ingenuidad a pagar caro, porque aún no han quedado claras ciertas circunstancias de lo sucedido alrededor de la puesta.
El Consejo de Artes Escénicas tomó la decisión que ha rebotado, con resonancias de diverso carácter, fundamentalmente en la prensa extranjera, que insisten en los recursos satíricos y las resonancias políticas del espectáculo que pudieron desatar una decisión tan drástica. Pero aquí, donde se ha dicho poco al respecto, valdría tener mayores elementos y aclaraciones de un cierre que no ha dejado en paz a muchas mentes, y que podría desatar miedos y fantasmas de un pasado cuya resurrección sigue interrumpiendo el sueño de muchos. Doy mi voto aquí, también, para que esas aclaraciones, de una parte y la otra, se produzcan en pos de la tranquilidad de todos, ya sea desde el propio CNAE o la silenciosa UNEAC, porque soy de los que apuesta por el diálogo diáfano, por duro que este sea, y conozco la historia de nuestro teatro lo suficientemente como para desear que ciertos exorcismos se lleven a cabo de una vez y por todas.
De lo visto como producciones visitantes, vuelvo a destacar los valores de Villa, traída al 16 Festival de Teatro de La Habana (con su cartel de cerebro tan pixelado como para que costara algo reconocer en esa imagen un tributo al arte de la dirección) por las actrices chilenas de Teatro Playa. Concebida desde el texto y la dirección por Guillermo Calderón, ratifica la calidad de su talento ya conocido en Cuba gracias a Neva y Diciembre, que trajeron a este mismo evento, en el 2011, los integrantes de Teatro en el Blanco.
La memoria como símbolo que pesa a través de madres e hijas, la violencia ejercida en cualquier voluntad de poder, la verdad como un acto desenmascarador, ocupan el diálogo intenso de esta obra en la cual esa villa, reducida a maqueta sobre la mesa, ejerce una fascinación que nos contamina y obliga a repensar el legado del mal.
Los brasileños de Atelié Voador propusieron, en la misma cita, El diario de Genet, alzando un ejemplo notable de teatro de activismo sin panfleto, un elogio al cuerpo retador de un artista que se identificaba como un homosexual a favor de las izquierdas y que cantó al amor entre hombres desde sus escritos más punzantes. Duda Woyda y Rafael Medrado, en el montaje de Djalma Thürler, sobrepasan las convenciones de lo homoerótico para traducir al espectador las urgencias de Genet, no su biografía pasiva, desde una calidad actoral que alterna lucha, abrazo, ternura, dolor, confesión y sencillez de manera estremecedora.
La Cenicienta del Ballet de Monte Carlo es una coreografía que rejuega con lo neoclásico, y que apela a texturas más contemporáneas al tiempo que no aspira a romper demasiados moldes. Resuelta con ingenio, concentra en el color y el movimiento un repaso de la vieja fábula y deja en el auditorio una estela de elegancia que confirma que, sin ánimos de experimento recalentado, el ballet puede seguir siendo fiel a su médula, desde la inteligencia de un coreógrafo que no olvide la esencia de su punto de partida. Y que trajo, como sorpresa añadida, a la mismísima Princesa de Mónaco a estas funciones.
Del otro lado, las coreografías de María La Ribot, presentadas en la sede de El Ciervo Encantado durante la Bienal de La Habana, nos ayudaron a reconsiderar el peso de un concepto claro a la hora de elaborar una coreografía. No alcancé a ver sus presentaciones, pero sí pude estar presente en un diálogo que sostuvo con colegas cubanos en el Consejo de las Artes Escénicas donde expuso sus métodos de creación: una idea que podría repetirse para dotar a esa institución de una vida más estrechamente ligada a lo que emana desde ahí hacia los escenarios.
El premio Villanueva (que también eligió a Villa, El diario…, Más Distinguidas de La Ribot y Cenicienta) concedido a Teatro Etcétera, de España, por su hermosa reinvención de Pedro y el lobo, era una deuda a cumplir, pendiente desde la entrega del 2014, y que ahora finalmente queda saldada. La compañía dirigida por Enrique Lanz es una de las principales de ese país, y su mezcla siempre interesante de figuras animadas y música le ha llevado a prestigiosos escenarios del mundo y al reconocimiento amplio de la crítica y el público de veras interesado.
Me interesaron otras puestas del año, como Ayer dejé de matarme gracias a ti, Heiner Müller, producida por el Teatro Konstanz, de Alemania, sobre la pieza de Rogelio Orizondo, sin dudas el dramaturgo cubano del momento, y en la cual nuestra compatriota Clara de la Caridad González guerreaba de tú a tú con actores germanos.
Eché de menos nuevas propuestas de Teatro de las Estaciones (ocupado en seguir dando vida a sus recientes montajes de El irrepresentable paseo de Buster Keaton y Cuento de amor en un barrio barroco, y con una importante gira a Estados Unidos, así como a otras naciones, donde ratificó su calidad), y otras noticias del Proyecto Retablo, de Cienfuegos, a la altura de lo que su director, Christian Medina, viene proponiendo con paso firme. Y ese vacío alrededor del teatro para niños y de títeres, en su baja de calidad ante lo que esperábamos de otras agrupaciones y compañías, desata un cuestionamiento que ojalá halle algunas respuestas y debates en el venidero Taller Internacional de Títeres a celebrarse en Matanzas durante el venidero abril, aunque idéntica inquietud puede avizorarse sobre la producción para adultos en una nación donde trabajan, y deben estrenar, tantos grupos. Que sirva para eso el 2016, así como para festejar los 60 años de Pelusín del Monte, títere nacional.
Me sorprendió Ernesto Parra con Caras blancas, que presenta junto a su propio hijo, como un experimento desde su Teatro Tuyo. Me alegró El viejo y el mar, en puesta de El Mirón Cubano que lleva a la calle los pasajes de la noveleta de Hemingway. Sufrí y disfruté los logros y medianías de Rent, la producción cubano-norteamericana que aspira a asentar entre nosotros una nueva etapa del teatro musical, en diálogo directo con profesionales de Broadway.
Celebré junto a él los 80 años de Antón Arrufat, quien persiste en no ser olvidado como dramaturgo, y los 60 de ese mago del diseño que se llama Zenén Calero. Hallé valores nada desdeñables en montajes menos favorecidos por la visibilidad más amplia, como La misión, dirigido por el actor Mario Guerra, y Balada del pobre BB, que Alexis Díaz de Villegas imagina como ceremonia a favor de Brecht, Vicente Revuelta y un estado de ánimo que ha sabido transmitir a sus jóvenes actores desde el verbo inquietante del genio alemán.
Leí nuevos números de la revista Conjunto, y esperé en vano nuevas entregas de la revista Tablas, cuya última aparición corresponde a fines del 2014. Hablé con Eugenio Barba, líder del OdinTeatret, para ratificar su sabiduría de obra y de vida. Y me uní a quienes lamentaron la pérdida de varios artistas relevantes, como Fidel Galbán o la actriz Alina Rodríguez, quien siempre iba una y otra vez al teatro para confirmarse en esos reencuentros con el auditorio más vivo. No es todo lo que fue el 2015, pero probablemente mucho de lo que recuerde, tratando de sacar un saldo más provechoso en una Cuba que, como escenario, también tiene otros retos por delante.
Por lo pronto, el 2015 culmina con el anuncio de las nominaciones que varios artistas cubanos han conseguido en los Premios de la Asociación de Cronistas de Espectáculos de Nueva York y el eco del paso de Lizt Alfonso y su compañía por la ceremonia de los Grammy Latinos.
El año 2016 anuncia la entrega y reapertura del Gran Teatro de La Habana, ya rebautizado como Alicia Alonso. Y cuando eso suceda, ya las obras que rescatarán el Payret como lugar de representaciones escénicas estarán también en funcionamiento, con la esperanza de que pueda establecerse un circuito en La Habana Vieja que incluya también la recuperación del Fausto, en un área que incluye al Teatro Martí (donde se extraña la comedia cubana que tanta fama le diera) y que algún día, ojalá, nos deje reencontrar al Teatro Campoamor, cuyas ruinas agonizan en el mismo entorno.
El teatro, siempre caro, reclama mucho de quienes lo defienden y sostienen, y ese empeño está entre nosotros, amén de diferencias de criterios y sentires, porque lo sentimos como parte de la nación. Una parte no tan protegida como se quisiera, no tan jerarquizada como lo necesita, no tan iluminada como la música y otras zonas de la cultura, pero sin la cual no seríamos exactamente este país. Y este empeño no toca solo a los representantes del CNAE, sino al movimiento escénico todo, porque se trata de una defensa que debe unir por encima de tendencias, modos y gustos y validarse en función de lo esencial y valedero, con honestidad y transparencia.
Los nuevos aires de esta Cuba otra que va imponiéndose poseen también otra cota de teatralidad, en los escenarios y fuera de ella, que ojalá no borre lo preservado y lo conseguido, para seguir alentándonos desde las tablas. En el 2016, también, celebraremos los 80 años del maestro Eugenio Hernández Espinosa, dramaturgo de trayectoria notable y aún en activo. Un voto más añado, a su favor, para no perder la esperanza de que algún día El Papi, como le dicen quienes le quieren y estiman, se alce con el Premio Nacional de Literatura que por María Antonia, Mi socio Manolo y tantas obras más mucho se merece.