Por Norge Espinosa Mendoza
Tomado de: www.tablasalarcos.cult.cu
Quien haya visto ese unipersonal, a lo largo de estos años en que Rubén Darío Salazar ha acumulado más de cien funciones del mismo, recordará cómo ha ido creciendo, a partir del germen que es el texto lorquiano, para convertirse en una celebración del arte titiritero. Poesía, romanzas, música, juego con el títere y con los espectadores que se ven de pronto en la escena vistiendo a los muñecos o incluso oficiando en la boda de los mismos, son instantes de esa manera en la cual Teatro de las Estaciones rinde un tributo fundamentalmente lúdico a un ser genial, cuya muerte no será nunca bien lamentada, y de cuyo misterio, de ese contraste de luz y penumbra que Federico llevó consigo, nos alimentamos los teatristas de manera persistente. En Cuba, donde el culto lorquiano no cesa, donde siguen repitiéndose leyendas urbanas acerca de su paso entre nosotros, desde las más sutiles y elegantes hasta las más tremendas y aun grotescas (como la del famoso mordisco que propinó a un mocetón en el Bar Dos Hermanos Porfirio Barba Jacob, allí sentado junto a Lorca y Luis Cardoza y Aragón), la presencia del autor de Bodas de sangre y El Público funciona como una esencia compartida, como una manera de entender y aprender lo hispano sin límites que no provengan de la pasión misma. Lorca, entre nosotros, ha sobrevivido a buenos y malos espectáculos, a silencios y homenajes sombríos, para siempre reverdecer de la mano de quienes van al fondo de su secreto, y sacan de él los gestos más provechosos de sus páginas, los parlamentos más sonoros, las claves de una personalidad que por encima de lugares comunes y máscaras vacías, sigue seduciéndonos. Mucho de seducción hay en La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. Sospecho que Rubén Darío Salazar seguirá representándolo hasta que ya no le queden fuerzas.
En el año 2008, a una década del centenario del nacimiento de Lorca, Teatro de las Estaciones quiso regresar a la palabra del poeta. Cómo hacerlo, me dije, cuando recibí la invitación del grupo para ser parte de ese proyecto. Lorca es, como Dora Alonso y algunos otros grandes fantasmas, uno de los dioses tutelares de Teatro de las Estaciones. Y creí que lo mejor sería verlo a través del modo en que hemos ido más allá de sus palabras, de sus libros resabidos, de las escenas interpretadas y escuchadas una y otra vez. En 1998 se editaron en España varios tomos de su juvenilia, dejando por fin ver, en cuidadas ediciones, los papeles que el Lorca niño-adolescente firmó mucho antes de ser el autor reverenciado y popular que aparece en tantas fotos. El mundo íntimo, dolido, colmado de dudas y visiones no siempre cálidas, de ese infante recluido en el mundo rural donde la madre era el centro de todo, se transparenta en esas cuartillas. Leer los esbozos de sus primeras obras, sus poemas marcados por la lectura de los modernistas y románticos, los párrafos donde describía sus angustias primeras, me dio la clave de un espectáculo que no podía ser convencional. Porque Lorca no lo fue. Porque incluso en sus obras más socorridas, algo hay que se resiste a esas bridas. De ahí brotó Federico de noche, pequeña suite para un niño extraviado en la noche que es el claustro materno, el sueño profundo que media entre la vida y la muerte, y en el cual se anuncian los personajes, los amores, las pérdidas, el destino del poeta que será. Teatro de las Estaciones pudo haber renunciado a lo que les proponía. Pudo haber preferido armar uno de esos insufribles collages que tanto han maltratado a Lorca, pegando sin ton ni son un pedazo de Doña Rosita… a uno de La zapatera prodigiosa, un soneto del amor oscuro a un romance sonámbulo, etc., etc. Apostó sin embargo por ese laberinto de presagios que es Federico de noche, y nunca sabrán sus integrantes cuánto les agradezco ese paso de riesgo, que llegó a estrenarse en el 2009. Creo que, con ese espectáculo tan hermoso, que nos costó críticas muy parecidas a las que Lorca recibiera cuando estrenó sus primeras obras, y luego nos devolvió premios y halagos; fuimos más honestos con el Lorca que preferimos, con el Hombre Lorca, con el Misterio Federico. Y conste que ello se hizo sin usar uno solo de sus parlamentos o poemas: el texto filtraba la voz de Lorca a partir del eco que su cosmovisión dejó en nosotros. Creo que es una puesta de muchas capas, de muchos secretos aún por descubrir. Es el empeño que más me ha emocionado, de cuantos he podido levantar junto a este grupo al que tanto quiero. Y la culpa la tiene, definitivamente, Federico.
Ahora, durante la Segunda Bacanal de Títeres para Adultos, Teatro de las Estaciones llega a La Habana con un texto que ya se vio en un festival uruguayo. Y que a 20 años de aquel comienzo, es un regreso crecido y consciente a puntos de partida que han ido asentado la poética particular de esta agrupación. Primero: el riesgo. Asumir una puesta en escena de uno de los diálogos imposibles de Lorca (El paseo de Buster Keaton, escrita en plena eclosión surrealista del autor como respuesta a los atrevimientos de Buñuel y Dalí, en 1928), es un paso arduo, que puede culminar en rápido fracaso si no ha leído cuidadosamente a este creador tan intenso, para penetrar en el hermético conjunto de imágenes veloces que componen las escasas cuartillas del original. Segundo: la mirada progresiva a la tradición. Fue esta una pieza de Lorca que estrenaron en Cuba, en 1964, los Hermanos Camejo y Pepe Carril, como parte de un programa conjunto que culminaba con el subversivo y graciosísimo Retablillo de don Cristóbal. Los espectadores se habrán quedado atónitos ante este retrato teatral de Buster Keaton, el célebre comediante norteamericano, el único que pudo rivalizar con Chaplin en su día, director de películas tan reverenciadas como La General, y capaz de sostener toda una comedia sin esbozar la más ligera sonrisa en su rostro. Si Chaplin era la poesía y la danza elevadas a una comedia humana, Buster Keaton era la risa de un mundo interior, organizada desde la contemplación concentrada del absurdo cotidiano, ante el cual tal vez ya no sabemos reaccionar. Los surrealistas lo amaron, por su capacidad de no reaccionar ante lo que otros hallaban risible o extraordinario. El cine sonoro aniquiló sus armas, pero ahora perdura en las mejores secuencias de sus filmes, y a través de textos tan insólitos como este.
Y tercero: la firmeza de cada proyecto que el grupo acomete, desde un serio trabajo de investigación y rigor conceptual. Los dos paseos anteriores por el mundo de Federico son un camino que desbroza el laberinto de este texto que ahora representan. La lectura sucesiva de lo que el granadino aportó, en sus conferencias, poemas, piezas terminadas o inconclusas, en la cosmogonía que nos legó, sostiene este espectáculo que elude al títere y se articula mediante dos actores que, en un escenario desnudo, apelan a objetos y elementos para resucitar a un Buster Keaton de clave poética. Como suele suceder con este colectivo, la lectura de la pieza a representar atrajo otros fragmentos: una conferencia de Buñuel, y otro poema de Rafael Alberti, ejemplos de cómo estos nombres de la vanguardia rindieron sus espadas ante el actor y director de Hollywood. De esos cardinales se nutre la puesta en escena, cuyo eje sigue siendo el retrato alegórico de Federico, pero que evidencia el estudio de aquella época en la cual epatar y estorbar al público acomodado y decadente era el resorte de cada batalla. El resultado se titula El irrepresentable paseo de Buster Keaton, y ya desde el rebautizo la puesta en escena juega una carta imposible: hacernos ver lo aparentemente irrepresentable. Teatro de las Estaciones, otra vez, nos convoca a saltar sobre lo aparente, sobre lo que detendría la mano de otros menos diestros en ese ir y venir sobre lo inalcanzable que es la poesía escénica.
Iván García y María Laura Germán son los actores ideales para esta propuesta. Encarnan ahora mismo ese componente que define a Teatro de las Estaciones a lo largo de su extenso repertorio: la capacidad de hilvanar no solo el trabajo de animación de figuras y la actuación sino además su conexión con la música, la danza, y otros elementos culturales en una misma y fluida línea de interpretación. Lo que en otros colectivos, por falta de entrenamiento, investigación superficial o arrogancia, falla; aquí se logra con naturalidad y sin alarde. García es, por su físico pero también por su extraordinaria capacidad de interiorización con respecto a lo poético, un Buster Keaton que rinde tributo a la imagen que Lorca saludó, pero al que dota de una contemporaneidad gestual que lo actualiza ante nosotros. María Laura, quien asume los papeles femeninos del original y otras tareas, es su partenaire y su alter ego. Puede ser la Americana y la Joven del texto pero también una fuerza que dialoga y combate al Buster Keaton con el que se atreve a jugar, para culminar esposada y entregada a esa invisible policía de Filadelfia. La complicidad y limpieza del acto que es ese juego, se ha obtenido mediante una sincronía en la que ambos actores se arriesgan y protegen el perfil del otro. El diseño de Zenén Calero, basado en tonos negros, blancos, grises y rosa, arma un mundo de fragmentos que ellos manipulan para evocar no solo las sombras del cine silente, sino la calidad nostálgica con la que ahora repasamos esas imágenes. Zapatos, reloj, maleta, fantasmas de niños-juguetes que Buster Keaton asesinará: son pedazos de ese universo evocado en el que el protagonista puede vestir una fabulosa saya iridiscente, tras bailar con su dama un vals que llega en la voz de Ana Belén y un arreglo de Michel Camilo sobre la música de Leonard Cohen para conectar ese Lorca con otros, esos sueños con los nuestros. Un estado de ánimo sostiene a la puesta: esa melancolía tan cálida que en Lorca es siempre un hallazgo memorable.
Teatro de las Estaciones ha vencido la tentación de crear un espectáculo que, a fuerza de ser experimental, resultara incomprensible. Mediante el color, la actuación, la banda sonora en la que deslumbra ese momento en el que la voz de Bárbara LLanes nos devuelve una página de Ernestina Lecuona, o la hermosa coreografía de Yadiel Durán, el montaje crea su propio sentido, establece su lógica de ganancias y pérdidas desde una coherencia que es esencialmente lírica. El grupo ha sido fiel a la letra de, reajustándola a una manera de obrar que no lee pasivamente el texto. El tributo a los Hermanos Camejo y Carril se ha resuelto, esta vez, desde una conciencia minimalista que demuestra que el grupo no hace solo teatro de figuras, que no hace ni siquiera mucho del mejor teatro de figuras que hoy se ve en Cuba y Latinoamérica, sino Teatro. Sencillamente eso. Lorca, amado y abrazado, es también la prueba de fuego que muchos teatristas deben pasar para saberse, a la vuelta de esa iniciación, capaces de muchas otras aventuras. Los paisajes anteriores que Teatro de las Estaciones atravesó de la mano de Federico, los prepararon para esta entrega que, pareciendo menos restallante o reverenciadora, nos acercan más al corazón de ese autor que soñaba con escenarios imposibles. No han caído en la trampa ilusa de explicar el surrealismo. Lo han empleado como una vía de encuentro entre Lorca y la nueva audiencia, como una provocación más que se resuelve en gesto y poesía. Esa es la madurez que a sus 20 años nos regala Teatro de las Estaciones. El Lorca al que pueden mirar, frente a frente, ahora mismo. Es también la manera de regresar a aquel tiempo en el que con solo dos actores se dispusieron a soñar otros ámbitos. Lo que este espectáculo narra, en cierto modo, es cómo han vivido estas dos décadas de retablos y aprendizaje infinito. Y cómo los hemos vivido con ellos, en el giro que marca, sobre este tiempo, una oleada de aplausos.
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