Por Maité Hernandez-Lorenzo
Tomado de www.lajiribilla.cu
Para Augusto, María José, Nicolás
y José Julián, hijos de la Cruzada,
dignos de sus nombres
y José Julián, hijos de la Cruzada,
dignos de sus nombres
Si miro
atrás, me veo muy delgada, más pecosa y blanca en medio de la serranía
guantanamera, equivocando el paso, tropezando e intentando, con cierta
brusquedad, subir al camión, a la carreta o a la yunta de bueyes. Eldys Cuba en
cuanto me vio me apodó “la gringa”, y no era despectivo, nunca lo fue. Era una
muestra de cariño con la habanerita que venía del Consejo Nacional de las Artes Escénicas y que pretendía sobrevivir
a aquellas duras condiciones. Corría el invierno de 1996. La dureza estaba en
todas partes, menos allí, esto no lo sabía cuando puse un pie en Puriales de
Caujerí, la puerta de entrada a mi primera Cruzada.
Menos allí.
Ninguna palabra describe la intensidad de la belleza de esos campos, de su
gente tan pegada a la tierra, rica en bondad. Alguna vez he dicho que ahí, en
ese suelo fértil, húmedo o seco, yermo o voluptuoso, deberemos sembrarnos para
renacer. Pero son palabrerías al final de todo, fruto de la nostalgia cuando
uno regresa de la Cruzada, luego de días sin vivir al día. Seguramente es así,
digo yo.
A estas
alturas, escribir sobre la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa
no pasa ya, al menos para mí, por el conteo y comentario de los espectáculos y
grupos presentados. De eso también se hablará, claro está; pero la experiencia,
el intercambio, la convivencia y la revisión crítica frente a las 25 ediciones
transitadas, pesan más, mucho más.
Este año se
confirma un tour de force en la Cruzada. Otra dimensión más compleja y,
hasta cierto punto, más desafiante se planta para los cruzados. La colaboración
con otros proyectos, la expansión de su acción y la revisión creativa de los
lenguajes teatrales y otras formas de comunicación con la comunidad. Ello
impone rectificar, reconstruir la dinámica interna del evento que pasa por la
logística—esta vez con mayor apoyo en muchos ámbitos de un asunto que es clave
para el bienestar y éxito de la Cruzada— y también por el proceso de trabajo de
los grupos protagonistas; es decir, los guantanameros. Son ellos los primeros
beneficiados de ese trabajo que impone la naturaleza de un evento que conlleva
a otras formas de comunicar y de crear. En principio, los espectáculos deben
"probarse" en un espacio rural desprovisto de cualquier cosa que
parezca "técnica", allí está lo primigenio de la artesanía teatral
y del contacto con un público expectante y ya conocedor del teatro gracias al
paso sistemático de los grupos por esos campos.
El punto de
giro se produce desde el momento en que la Cruzada, primero que todo, sirve de
inspiración a esos creadores y los hace buscar preguntas sobre su propio
desarrollo: ¿qué tipo de teatro necesito hacer en esas condiciones y que no sea
una imposición a una forma de hacer? ¿Cómo trabajar con el material variopinto
que devuelve ese público, un público, además, de rostro pluriforme, asombrado o
sencillamente apático, a la espera de otra cosa? Imposible pasar por alto esas
circunstancias, ineludibles resortes que nos hacen saltar, que nos obligan a
preguntarnos y buscar en lo mínimo y en lo más hondo.
Este año
marca un segundo punto de giro más relacionado con lo anterior y con el futuro
de la experiencia. No hablamos aquí de la calidad de los espectáculos o de sus
resultados, digamos que eso no es lo primordial, aunque no deja de importar y
de tener el peso debido en una discusión inclusiva sobre el evento. Así lo
demostró el Coloquio de la Crítica realizado el penúltimo día en Cabacú, Baracoa.
Es rigor hacerlo teniendo como telón de fondo ese otro locus que
verifica otras formas de interacción, ni únicas ni inéditas en el teatro cubano1.
Pero la
Cruzada es, felizmente, un festival itinerante de otro orden. Tiene de
aventura, desafío, riesgo y emoción. Apropiados ingrendientes para un teatro
que busca otras intensidades, una confrontación con públicos más desafiantes,
por un lado, y por otro, más vírgenes e ingenuos. Siempre recuerdo la frase de
un campesino del Escambray ante una función de teatro, según ha contado Rafael
González director de Teatro Escambray: “cine personal”. Pero justamente esa
combinación vital se mezcla con el oficio del teatro. La convivencia durante
largos periódos en condiciones donde el confort puede ser una pila con agua o
un techo sin goteras, también aporta su dosis de gracia.
Subiendo la
parada, este año se produjo un suceso, trascendental a mi juicio. Participar de
esta experiencia me recordó, en lo personal, la primera vez que vi cine en los
alrededores del Central Toledo, en Marianao, sitio donde pasé la mayor parte de
mi infancia luego de haber nacido en el corazón de Jesús María, en La Habana Vieja.
Entonces el Cine Móvil llegaba a bateyes y lugares de difícil acceso. Octavio
Cortázar ha dejado un testimonio inmejorable en su documental Por primera
vez.
Un
espectáculo de luz negra tocaba esas tierras por primera vez. Teniendo como
escenario la naturaleza y como telón de fondo la noche misma, la presentación
de Pedro y el lobo, poema musical a partir de la partitura de Serguei
Prokofiev, bajo la dirección de la compañía española Etcétera, liderada por
Enrique Lanz y con las actuaciones de Yanisbel Martínez y la animación
titiritera de Aylín Zamora, Ury Rodríguez Urgellés, Yosmel López y el propio
Lanz, inicia una nueva etapa en la comunicación con los espectadores y también
desafía las precarias condiciones técnicas de la Cruzada. No solo se trata
de una obra de extraordinaria calidad artística, tanto en su pieza original
como en la puesta en escena que Lanz y Etcétera proponen, sino que impone
interrogantes en la concepción del programa artístico del evento y, por otra
parte, reta la comunicación con un público no familiarizado con la técnica y
con una propuesta estética de estas características.
Algunos
espectadores quedaban atónitos, otros esquivaban la mirada o simplemente
obstaculizaban la recepción. Contra esas barreras tuvo que enfrentarse la
Cruzada la primera vez. La sistemacticidad de su práctica en ese circuito ha
hecho que hoy se convierta en una costumbre esperada y valorada. No es así,
vale apuntar, en todos los lugares. No podría afirmarlo contundentemente, pero
en aquellos sitios más aislados, menos contaminados por los ruidos del
reguetón, los teléfonos celulares o las exigencias del turismo, las funciones
transcurren con mejor calidad. De todas formas, habría que repensar si algunas
propuestas estéticas necesitan las condiciones mínimas de representación
para garantizar una mejor comunicación con el espectador. Son estos algunos de
los puntos de partida para la revisión crítica de los mecanismos de
presentación y funciones, sin abandonar aquellos espacios naturales que han
inspirado a la Cruzada y que son la esencia primigenia de este proyecto. En
este sentido, Emilio Vizcaíno, director de la Cruzada e integrante del Teatro
Guiñol Guantánamo, proclamaba con fuerza la necesidad de llegar a las
comunidades más recónditas a pesar de que en muchas ocasiones los promotores
culturales responsables de garantizar las funciones en esas localidades no
cumplían su papel.
Una de las
batallas más arduas de la Cruzada ha sido el diálogo con la institución en
todos sus niveles. Hoy, aunque el evento recibe el apoyo de instancias
nacionales y provinciales y se ha dado a conocer en Cuba y en el resto del
mundo, algunos municipios y comunidades no se comprometen con las garantías
elementales. No se trata, solamente, de abastecimientos y víveres, sino de
comprender en profundidad el hecho cultural y valorar el papel que la Cruzada
ha jugado y debe desempeñar a nivel local.
He dicho en
otras ocasiones, que la Cruzada ha dejado una huella honda en muchas de estos
asentamientos. Inspirados en ella, muchos hijos de esas tierras se han
inclinado por las artes, convirtiéndose en promotores culturales, instructores,
dándole a su vida una dimensión de mayor calidad, bebiendo, con más o menos
fortuna, de sus propias raíces y tradiciones. Un proyecto en Monte Verde,
recóndita comunidad en Yateras que en el 2000 fue electrificada, ilustra ese
flujo de vida e inspiración que ha sido la Cruzada. Lo mismo ocurre en Palma
Clara, al pie de La Farola, donde Nora y la promotora cultural han logrado
sembrar la necesidad del teatro en sus habitantes.
No puedo
concluir sin mencionar a un núcleo que, aunque fluctuante, se ha mantenido
unido a favor de esta experiencia. Se impone mencionar en primer lugar a
Maribel López, directora del Teatro Guiñol Guantánamo (TGG) y líder de la Cruzada
por varios años y quien ha sabido impulsar no solamente la tradición titeril
guantanamera, sino la responsabilidad y compromiso de los cruzados por
continuar esta gesta teatral. La labor actual de Emilio Vizcaíno, formado en el
TGG, al frente de la Cruzada es el resultado de ello. Ury Rodríguez, gestor y
coordinador de los eventos teóricos y de un cúmulo de trabajos audiovisuales
que la Cruzada ha ido conformando, es otro nombre imprescindible. Como los son
Rafael Rodríguez, Félix Salas (Pindi), Gertrudis (Tula) Campos o Maruja,
Virginia, Freddy, Eldys Cuba, Lola, Juan Carlos, Liuba o Teatro Andante, de Granma,
entre los más veteranos durante estos 25 años. A ellos se suman con naturalidad
los más jóvenes que han tomado el pulso, reconfigurado y enriquecido la
dinámica de la Cruzada.
Como he
mencionado en anteriores artículos, son ellos los que van marcando el paso del
camino, advierten sobre la necesidad de buscar otros modos de comunicación, de
revisar y ampliar el repertorio, acceder a otros lenguajes y a nuevas formas de
interacción con el público.
En términos
de aseguramiento era impensable que la Cruzada contara con un refrigerador,
preparado para los trajines de la itinerancia, del movimiento de bajada y
subida del camión, como también el hecho de poder contar con una persona al
frente de la cocina en cada asentamiento. Antes, esta labor se turnaba entre
los actores y participantes en grupos de dos, y era, en ocasiones, de una
dificultad extrema pero también parte del “sabor” de la aventura. Posibilita el
engranaje logístico contar con un transporte permanente, este año se usaron dos
camiones debido al gran número de participantes, y un técnico en la cuadrilla
que garantice el servicio eléctrico de las funciones.
La
colaboración e intercambio con grupos extranjeros también ha dinamitado la
dinámica del evento. Las intervenciones sistemáticas, principalmente, de Batida
Teatro, de Dinamarca, y de Luz de Luna, de Colombia, han enriquecido esos
flujos y reflujos. Ha sido, sin duda, una puerta de entrada que también ha
removido el suelo creativo de los grupos guantanameros. De las visitas de Batida
Teatro a la Cruzada y a otros espacios de intercambio en el oriente cubano, Teatro
Andante ha desarrollado una línea de colaboración mutua que ha dado frutos excelentes
como El elefante y El mejor amigo del hombre, por solo citar
algunos ejemplos que este año pudieron apreciarse en el evento.
Un cuarto de
siglo nos separa hoy de la primera vez que la Cruzada salió de la ciudad de Guantánamo.
En aquellos duros años, el periodo especial y la necesidad creativa de un
puñado de teatristas, fueron el principal impulso para “coger camino” con una
mochila al hombro y salirse del tedio y la desazón de la ciudad. Hoy, 25 años
después, ese impulso se ha vuelto reclamo y compromiso.
Nota:
1. Algunos grupos continuan, desde otros presupuestos,
la práctica de aventuras teatrales como Teatro Escambray en sus primeras décadas o Teatro de los Elementos, en
el macizo de Cumanayagua, o el bojeo y la labor comunitaria de Teatro Andante en la costa
granmense y en el río Cauto, o la propia Guerrilla de Teatreros en esa
provincia y muchas más experiencias que tienen al espacio rural como natural
escenario.